El equipo de Flama con Ricardo Espíritu y Jaume Boluda.
El asador de moda
Juan Lagardera
Segunda visita a Flama, en la esquina de la Gran Vía con Salvatierra. Siempre lleno. Dificultades para reservar. El público menos gourmet a veces no comprende tantas penitencias. Pero vale la pena padecer un poco porque Flama (al que le llueven los premios), ha empezado a estandarizar una carta de éxito, mayoritariamente dominada por los grandes pescados cantábricos y su secreto trasunto de chimichurri, pero equilibrada con algunas carnes y guisos de nivel estimable. Una cocina de producto y elaboración depurada que busca extraer al máximo los sabores más naturales. El dificilísimo valor de lo sencillo (que no simple).
Nueva visita donde ahondamos en un plato que ya nos deslumbró hace unos meses porque no suele encontrarse esa mercancía gastronómica: las crestas de gallo, guisadas con anguila y rematadas por lascas de trufa negra (de verano, mucho menos aromática que la del otoño lluvioso). Me gusta mucho ese gesto de cocinar crestas y anguilas que se encuentran como artículos baratísimos y que apenas se decoran con el toque más costoso de la trufa en una especie de alegoría. En especial cuando vemos a tantos chefs perdiendo el norte proponiendo mini degustaciones de caviar iraní que solo sirven para engordar la cuenta de la comida.
Sigue siendo un plato excelente, como lo es incluso la tapa de bonito ligeramente madurado o las libidinosas cocochas de merluza, fresquísimas, y que Espejo y su equipo proponen hasta en tres elaboraciones distintas. Elegimos el pilpil, en este caso muy liviano, perfecto para no ocultar la sutileza de sabor de la cococha.
Lo mismo ocurrió con los calamares de potera (de calibre mediano) que el chef setabense presenta con tres elaboraciones sencillas pero ensambladas con una armonía y delicadeza destacables: rellenos de cebollita y patitas, cocinado a la plancha y decorados por una cucharadita de tinta, de tal suerte que con cada bocado podemos distinguir como se fusionan los tres sabores y texturas. Sobresaliente.
Pasamos a las carnes por esta vez. Primero un plato de mollejas (de molleja troceada, en realidad, la víscera que se encuentra junto al corazón del animal –la mejor–, la otra glándula, parótida, más gomosa, se localiza en la garganta). Siempre me ha parecido un plato exquisito, el que siempre pido cuando me enfrento a esas interminables barbacoas argentinas o irlandesas. La molleja nunca falla. De sabor profundo y perfumado, ha de ser blanda de textura pero firme, y oscilar entre el crujiente de la superficie y la nitidez de la parte interna del fileteado. Otra nota notable gracias a la calidad del producto y al punto exacto de su asado.
Finalmente optamos como plato principal por el pichón a las tres cocciones. El ave procede de la famosa pollería de Higinio Gómez, la del mercado madrileño de Vallehermoso que provee a los grandes restaurantes de la capital, famosa por sus pichones pirenaicos franceses y navarros. Edu Espejo guisa los muslitos con una suave salsa cazadora, presenta el higadito untuoso en un mini brioche y cocina las pechuguitas a la brasa. Todo está buenísimo, pero la carne de la pechuga es una experiencia celestial, se deshace con el primer mordisco en la boca, plena de sabor, por más que la textura apenas se quiebra con el fino cuchillo del cubierto.
Una vez más, dejamos los postres para otra ocasión.
Visita realizada el 13 de junio de 2023.
Más allá de una cocina de brasas
Juan Lagardera
La cocina más ancestral y aparentemente sencilla está ganando adeptos. La gastronomía molecular trajo consigo un nuevo aprecio por el buen producto. Era lógico que a partir de ahí se pusiera en valor lo más natural y con ello unas prácticas culinarias primigenias, que no primitivas, basándose en la simplificación de los procesos para extraer los sabores más identificables. Junto a la alta cocina hemos visto recuperar visiones de los años 70 como la dieta paleolítica, el naturismo o la macrobiótica. Años después se descubrió el poderoso influjo de la cocina japonesa basada en fermentaciones y aliños. Se dio paso a la fusión y, en los últimos tiempos, es la cocina de brasas y el posterior ayuno intermitente lo que atrae a muchos comensales.
En la misma época en que la cocina tecnoemocional de Ferran Adrià triunfaba en el mundo y terminaba con la hegemonía francesa en la gastronomía, en las faldas del monte Urquiola, a dos pasos de Durango, entre Bilbao y Donosti, un iluminado parrillero, Bittor Arguinzoniz, transformaba un asador vasco de chuletones en una experiencia novedosa. Su restaurante, Etxebarri, se convertía en una fragua de experimentos con diversas clases de leñas y artefactos adaptados para poder llevar a las brasas productos insólitos a esa forma de cocina como las ostras o las angulas. Bittor sedujo a los grandes chefs de la alta gastronomía y acabó por ser considerado el tercer mejor restaurante del mundo según el ránking de la prestigiosa revista inglesa Restaurant.
Aquel éxito del Etxebarri marca la tendencia actual hacia la cocina de las brasas. Tras él les ha llegado la fama internacional a los asadores de productos del mar situados en Guetaria: principalmente a Elkano –a cuyo mando figura Aitor Arregui, futbolista que fue del Villarreal y del Elche–, pero también a Kaia o a Txoko. O al asturiano Güeyu Mar en Ribadesella. Hasta Oporto llega esta influencia gracias al Semea by Euskalduna, el asador vasco de moda en Portugal. De esas fuentes mana también la fórmula del Llisa Negra que abrió Quique Dacosta en el centro de Valencia, incluso el Mare de Benidoleig.
La llama procede de Xàtiva
La ola ha llegado, al fin, a nuestras orillas. En la misma Valencia, un joven cocinero de Xàtiva, Edu Espejo, ha inaugurado hace pocas semanas otra experiencia en esa línea. Flama es su restaurante, en una esquina de la Gran Vía con Conde Salvatierra, que comparte con su amigo, el eficaz y amable maître Ricardo Espíritu. De Xàtiva es también el joven ayudante de cocina, Jaume Boluda. Aquí la leña es de carrasca (encina), cuya lenta ignición favorece unas brasas duraderas. Cuelgan los pescados atlánticos en una nevera a la vista, al igual que los fuegos. Pero también hay carnes y verduras, todo alrededor del asador, entrecruzando influencias de la cocina cantábrica pero también de la gastronomía japonesa al carbón vegetal.
El local es funcional y elegante, en tonos oscuros, con las paredes en madera y ladrillo refractario de color crema. Hay un obrador interior sin fuegos y una espectacular cocina ante el público, una parrilla clásica y un horno de carbón de la firma Jónico Vulcano, la misma que llevó a cabo las brasas del Amazónico de Madrid. Allí gobierna Espejo, todopoderoso, como si estuviera al mando de las calderas de un transatlántico pero ante los ojos de todo el comedor. Lo más llamativo son las canastas donde se sujetan los grandes pescados para llevar a las brasas: los rodaballos salvajes, los reyes rojizos, los besugos o los gallos sanpedro aplanados. De momento, hay colas para reservar.
Espejo, treinta y muy pocos años, empezó con el entrañable Pepe Reig (premio Almanaque 2020 a su trayectoria gastronómica) en Casa la Abuela de Xàtiva. Estuvo con la brillante cocina de Nacho Manzano en Casa Marcial de Arriondas (Asturias) para volver a la ciudad de Valencia donde ha transitado junto a Quique Barella y la cocina de brasas a la japonesa en el Honôo del inquieto Ulises Menezo. Así que su trayectoria deja al descubierto sus eclécticas influencias que dan paso a un concepto de asador contemporáneo, puesto al día. Se parte de un producto cuidado y de unos fuegos naturales, pero hay más, bastante más. La carta está repleta de sugerencias, con propuestas que parten de la brasa pero que se complementan y completan con aliños, maceraciones y confitados… dando lugar a sabores aromáticos y también umamis muy profundos.
Es la primera visita a su local –y nunca estuvimos en Honôo por el exceso de tribulación con Ulises–, y no probamos ni la carne ni los postres. Tampoco descubrimos su bodega. Nuestro menú se vehiculó con el agua “gasata” de Cabreiroa, la que nunca ha visto la luz y presenta unas burbujas débiles y elegantes, y empezó con una Ostra Guillardeau, la intermedia (la más equilibrada, la 2), con un ligerísimo toque de asado y perfectamente aliñada con caviar rojo de salmón, cebollino y un suave ponzu. Servida con algas.
Los aperitivos siguieron con una anchoa que se presenta sobre una porción de brioche untado con mantequilla (de Airas Moniz, la gallega de Chantada, posiblemente la mejor del mercado junto a la cocida de Campo Capela). En este caso, la anchoa desaparece ante el empuje de la mantequilla y el brioche, que están buenísimos.
En los primeros platos elegimos dos guisos. Alcachofas gratinadas con salsa bearnesa y tartar de gamba blanca. Un plato complejo por cuanto combina diversas elaboraciones –la alcachofa, braseada y de una pulcritud increíble–, incluyendo una atrevida mezcla de la bearnesa (la salsa favorita de Marcel Proust, a la que dedicó todo un capítulo de su búsqueda del tiempo perdido), con una reducción de las cabezas de las gambas. Un plato goloso y lleno de sutilezas.
Mucho más rotundas fueron las crestas de gallo con anguila ahumada, rematadas por trufa negra. Contundente y gelatinoso hasta el punto de parecer un plato de manitas más que de crestas, un producto olvidado por nuestro recetario cuando en tiempos fue capital para las sopas de los pucheros del interior valenciano. Lo mismo que ocurre con la anguila, estrella en la culinaria oriental y en nuestro territorio abonada a tiempo completo para un allipebre o unas brasas. Edu, en cambio, la ahuma y la corta en pequeños daditos hasta parecer un suave bacon con retrogusto. Una idea espectacular.
El final consistió en un rodaballo salvaje con unos sabrosos pimientos del piquillo. El rodaballo, impecable, por más que uno lo prefiera a la gallega. Tras ajustarlo de sal, Espejo lo somete a las brasas pero untado con una solución donde mezcla varios vinagres y aceite, a lo que llama “agua de Lourdes”. En resumen, una comida excelente que inaugura una serie de visitas a este local para comprobar la profundidad de la carta donde se anuncian cocochas, una especial tortilla de bacalao, calamar de potera, setas, mollejas y hasta pichón de Araiz así como la carne de presa del intocable Wagyu. También hay a veces borriquete o burro, ese untuoso pescado parecido al pargo que tanto aprecian andaluces y portugueses.
Este renacer de una cocina más natural de la que hemos hablado nada tiene que ver con las parrilladas de embutidos y chuletas de cordero con ajoaceite que tanto proliferaban entre las cuadrillas de amigos o en las veladas chaleteras por vacaciones. La vuelta al fuego primigenio tiene mucha técnica y conocimiento detrás, e incluye una cocina medida y de alta calidad. Es otra dimensión de la culinaria que se vive como reacción a las preparaciones bioquímicas, pero que no podría haberse producido ni entendido sin la revolución molecular previa. Antes de cocer hay que comer crudo, como comprendió el famoso antropólogo Claude Lévi-Strauss.
Crónica de la visita realizada el 18 de enero de 2023
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