La imaginación desbordada
Juan Lagardera
Una nueva temporada volvemos a las urbanizaciones de la playa Calamar en Dénia, al objeto de conocer la última propuesta de Quique Dacosta (Jarandilla de la Vera, 1972, residente en Dénia desde 1986, donde empieza su carrera como cocinero tras probar como disjockey). Un talento natural el suyo, además de inquieto, estudioso y comunicador. A los treinta años recibe la primera estrella Michelin y el máximo reconocimiento por parte del gran gurú de la gastronomía nacional, Rafa García Santos. En 2006 llega la segunda estrella y un año después gana el inaugural concurso internacional de la trufa blanca de Alba, en Italia. Siete ejercicios más tarde, en 2012, alcanza la tercera estrella, y al curso siguiente entra en la lista de los 50 mejores del mundo de la revista británica The Restaurant, donde el año pasado alcanzó el puesto 14.
Estamos pues, delante de un cocinero olímpico, triunfador y reconocido, quien además ha creado una solvente empresa gastronómica que lidera diversos restaurantes (entre otros una arrocería en Mayfair, Londres, o las ofertas culinarias del hotel Ritz madrileño), así como propuestas de take away e, incluso, su propia indagación industrial con los caldos para paellas, A Fuego.
Dacosta aparece ataviado con su clásica y blanca camisa, ajustada y abotonada con gemelos, dichararecho y alegre. Si cocina él o no así de pulcro, es lo de menos. Las ideas son suyas y, en cualquier caso, está entre el laboratorio y la biblioteca, aprendiendo, devorando ciencia y técnica, ansioso por trascender artísticamente. A pesar de sufrir como cualquier otro líder la deserción de sus mejores colaboradores –Carito Lourenço, Manoli Romeralo…–, Quique sigue reconociendo a los suyos. Entre ellos a Luis Valls, a quien deja volar sus propias inquietudes en El Poblet de Valencia donde también se recuperan platos históricos del gran “capitán”. Lo mismo ocurre ahora en el buque insignia, el triestrellado QD Restaurant, donde brilla como jefa en los fogones la jubilosa regiomontana Carolina Álvarez y al mando del laboratorio Juanfra Valiente, también extremeño.
El restaurante y la cocina de Quique Dacosta se mueven entre dos pulsiones recurrentes a lo largo de su trayectoria. Por un lado, la inquietud por abrazar un discurso artístico que, dado el carácter funcional de la cocina, deviene en esteticismo, una confusión que, al parecer, atormenta a nuestro travieso chef desde hace tiempo, desde su salmonete dedicado a Rothko a la ostra Guggenheim. Más recientemente, ha abrazado las ideas de belleza y de amor al arte, anatemizadas por las vanguardias contemporáneas. Todo ello produce un resultado final complejo y variopinto, una especie de entorno barroco minimal a lo Philippe Starck, donde se mezclan mármoles y cristaleras, marfiles, dorados, estrellas de mar y mobiliario de inspiración vintage con una escultura metálica de Miquel Navarro, un salón que parece un showroom cerámico o un servicio vestido como en una película de protestantes futuristas.

Escultura de Miquel Navaro en aluminio
¿Afecta todo ello a la cocina? En parte sí, porque en la creación de los platos hay una tendencia estética innegable. Las propuestas son particularmente bonitas, muy bonitas en ocasiones, lo que ha llevado a más de un tiquismiquis a considerarlas como trampantojos. No es el caso desde mi punto de vista. Determinadas coloraciones y formas inspiradoras me ayudan en la experiencia gastronómica, no tanto el runrún discursivo sobre el arte. En cambio, cuando Quique explica sus platos se le ve dominando con mucha elocuencia la bioquímica y la tecnología de su saber profesional. Digamos, pues, que Dacosta está más cerca de la científica Elizabeth Zott, que deviene en una exitosa cocinera didáctica –en la serie Cocina con química, Apple tv y la novela homónima–, que de las divertidas chanzas creativas de un artista como Maurizio Cattelan, por citar uno.
La segunda y más importante de las pulsiones de Dacosta deriva de su imaginación sin límites. Siempre ha jugado en la división Champions, y cada temporada ha creado una docena o más de nuevos platos, una exigencia que obliga a contar con un equipo sólido y con una capacidad profesional casi infinita. Campeones como Ferran Adrià o René Redzepi han bajado la bandera. Quique sigue adelante veinticinco años después tras crear algunas recetas magistrales (la gallina de los huevos de oro, el arroz de anguilas y cerezas, el bosque animado –premio de este Almanaque en 2007–…), y cada curso incorpora registros nuevos y, en especial durante los últimos tiempos, lleva a cabo incursiones en la cocina tradicional que le rodea. Un cóctel por momentos deslumbrante que aúna producto, investigación, tributo a lo local y soluciones novedosas que, en otras ocasiones, dan susto en los descensos. Un dato: Después de proponer diversos cocinados con la gamba rayada de Dénia, Quique lo ha dejado estar y –como Michael Bras con el aligot de su madre auvernesa–, siempre intermedia sus menús con una gamba de gran calibre, perfecta de cocción y temperatura de servicio. Un éxtasis insuperable en su exacta sencillez. Pero hay que percatarse y bajarse de la noria.
Por amor al arte 2024
Empezamos en la barra. Tomando su poderosa cerveza lager con atrevido regusto a lúpulo, La Valiente, y con uno de los homenajes, un guiño a su Extremadura natal: una falsa torta del casar, que en realidad es una crema de almendra acompañada de un pan con kéfir y mantequilla. Demasiada cantidad en esa espesura y chusco el pan. A repensar. Todo lo contrario que el siguiente registro local: un ramen de crustáceos y bledas, genial reinterpretación de la gamba amb bleda de la Marina en clave japonesa, un caldo clareado, dashi, con fideos, pequeñas setas, hojas verdes y el sutil sabor a las acelgas y camarones. Notable alto.

Ramen de crustáceos y bledas
El tercer entrante es una maravilla. El primer diez de la velada, un paté de pato presentado como un milhojas, bañado en una salsa de carne y trufa negra. Equilibrado y sabroso, crujiente y penetrante. Un prodigio que nos anuncia la nueva pasión de Dacosta por el hojaldre, al que considera el primer gran descubrimiento de la razón positivista en la cocina, fruto del pensamiento aplicado y no de los descubrimientos casuales o de la experiencia transferida.

Paté de pato en costra con salsa de carne y trufa
Nos vamos a la mesa. Segundo acto. El servicio, italiano y muy útil para desgranar la complejidad de lo que nos comemos, a cargo de la turinesa Francesca, Alena y Cristina de Ancona. En la tavola han parado multitud de platos y platitos. Es un festival de formas, caracolas y colores. Una oda alegórica y marina. Hay una pieza de hueva de mújol, apenas curada, sobre una estrella de mar. Abundan los bocados de atún rojo con el que lleva experimentando Dacosta, pionero en largos tratamientos en cámaras salinas para dar carácter a ventrescas y mojamas.

Alegoría al mar
Aparece un falso abalón –un escaso molusco, una lapa que en el Lejano Oriente se considera un manjar, carísimo– que en realidad es un boletus con ortiguillas y caldo de túnido, y de remate un anodino brioche con mejillones y refinadas lasquillas de tirabeque. Llegamos como al descanso y aquí ya no hay reflexión sino perfección de las sustancias en la naturaleza. Una gamba rayada como la catedral del mar. Sin más, hervida con el calor del agua y cuya cocción se corta con hielo. Calibre superior, matrícula de honor. Una cabeza grandiosa con todos los jugos, un éxtasis de sabores penetrantes en la frontera funambulista entre la dulzura y la salinidad.

La gran gamba rayada hervida
Lo que sigue tiene ritmo, una pavía frita, homenaje al soldadito de pavía –bacalao rebozado, que aquí se sustituye por pescadilla–, un mordisco tan leve como poderoso, el que le da una textura parecida a la yema caramelizada, tan crujiente como sedosa. Acompaña a una escalivada de capellanet, berenjena y pasas que, a nuestro juicio, adolecía de un exceso de salinidad, no tanto por la presencia de sodio añadido sino por la sobreconcentración de sabor.
La fase mediterránea concluye con el blanco y negro, una especie de flan con dashi de nuevo y unos alevines de sepionet nunca vistos por un servidor, unos con su color natural y otro, más decorativo, en color negro de su tinta y abiertas las patitas como si fuera una araña. Notable.

Blanco sobre negro
El tramo final in crescendo antes de los postres supone un nuevo giro revisionista de la tradición, a la que se pretende sublimar. El pan de hojaldre como interludio no está a la altura, y el inevitable arroz que nunca desaparece de los menús de Quique ha conocido tiempos mucho mejores. Se trata de un raro carnaroli de la prestigiosa firma La Perla –una de las mejores, sino la mejor–, con puerros, espardenyas y lavanda. Otra vez mucha sobreconcentración sápida aunque las láminas de puerro alcanzaban la perfección.
La comida salada termina con un plato magistral, inenarrable. Cum laude. Una revisitación de la sang amb ceba tan valenciana, a base de sangre de pato, cebollas encurtidas y granada ilicitana, todo ello en un plato con una presentación brillante, orientalista, que bien parece incluso como una cúpula bizantina –o la flor del tulipán persa–. El resultado es una pieza sublime, hermosa desde luego, de texturas diversas y sabores tanto intensos como matizados. Un caleidoscopio cercano a la psicodelia. Platazo.

Sang amb ceba de pato y cebollas encurtidas y granada de Elche
Sin tiempo a recuperarnos llegamos a los postres, el deseo más sacerdotal. Nos ponen delante una cajita de música, llena de colores, florecillas, garrapiñados… y un helado mantecoso de lichi y crema inglesa. Oh my God! Es el homenaje de Juanfra Valiente a su madre Piluka. Soberbio helado.

La caja de Piluka
Menos satisfacción nos produce el enésimo intento de la cocina vanguardista por sacarle partido a la garrofa por su supuesta similitud con el cacao. Persistencia estéril en nuestra opinión una vez resuelta la sorpresa y lo granuloso del experimento. Una pena porque la inclusión de las colmenillas y los piñones en la receta prometía otra cosa.
Y lo mismo ocurre con un aburrido hueso de santo que acompaña antes del café un ligerísimo polvorón de almendra de Guadalest. ¿Es posible convertir un polvorón zoquete en un etéreo pastelito? Dacosta lo consigue. Ese era el buen punto y final a una sobresaliente comida. Patrocinada por Mercedes Eq. Nosotros la acompañamos con sake, en palabras del sumiller J.A. Navarrete, la única bebida con tres estratos de sabor que conoce.
Última visita: 18 de julio de 2024
Precio del menú 295 euros
Armonía de vinos 150 euros (más), o de vinos premium 200 euros
GALERÍA COMPLETA:
En el castillo de la playa de Quique Dacosta
Juan Lagardera
Tres estrellas Michelin sostenidas desde hace una década (en 2012 obtuvo la tercera), sin abandonar la casa madre en la playa del Poblet de Denia. Y considerado por la revista británica Restaurant en el puesto 74 de los mejores del mundo, el octavo español. Para el legendario crítico Rafael García Santos es, tras la retirada de Ferran Adrià, el mejor cocinero español, con una puntuación de 9,75 sobre 10 y en igualdad con los hermanos Roca y el Noma de Copenhague. En todas las ediciones del Almanaque Gastronómico de la Comunidad Valenciana, desde el año 2008, ha sido considerado el número uno, con notas fuera de concurso dada su condición excepcional.
Se trata de Quique Dacosta, y acudimos este año entrado el mes de octubre al restaurante que ahora lleva su nombre. Su temporada empieza en marzo, así que estamos en el periodo de máximo rodaje y corrección de su menú, Cocinar belleza, que así le llama. No es el primero que busca el valor plástico de la cocina, conocemos más de uno que anda anclado en ese tipo de proyecto visual y no avanza. Guiños pretenciosos sin recetas a la altura. No es el caso de Quique, siempre ansioso por conectar con el arte como ya hiciera con sus salmonetes que servía en plato de cristal bajo el que se veía una gama de colores anaranjados de Mark Rothko, o con su famosa ostra Guggenheim que todavía conserva en la carta del Poblet de Valencia, el local donde se puede repasar parte de la trayectoria creativa de Dacosta.
Su restaurante actual, tras varias remodelaciones, es un poco amalgama de estilos decorativos, una pieza de Jaime Hayón por un lado, un mueble neobarroco por otro, sombrillas posmodernas en la terraza donde dominan el cristal, la madera y el plástico… Lo mejor de la puesta en escena es la decisión de convertir el menú en un catálogo impreso, además de una bonita cubertería y una maravillosa vajilla, de la que sobra, a nuestro juicio, el aparatoso conjunto de caracolas y estrellas de mar que remata cada mesa.
Antes de llegar a ese sagrado lugar hemos tomado el aperitivo en la terraza. Hace una temperatura magnífica en este otoñal mediterráneo, así que tiene sentido empezar al aire libre y hacerlo con una especie de pelota suflada y esponjosa que lleva un delicado relleno de hígado de collverd y un semifrío de flor de almendro con néctar de ron Brugal –demasiado gélido–, para terminar con el primer diez de la velada: un sublime buñuelo ligero –jamás probe un frito tan liviano– con una suave crema de calabaza con trufa acompañado de un consomé de la propia calabaza. Sutil y potente a un tiempo, crujiente y cremoso en un juego de texturas inconfundible en manos de Dacosta.
El servicio es impecable, pero por encima de todos destaca la simpatía y cercanía de José Antonio Navarrete, uno de los mejores sumilleres del país. Sus incursiones por las mesas son acogidas con regocijo pues entiende de inmediato a cada comensal. Por eso, aunque estamos en la casa de Dom Perignon, le hemos pedido algo especial. Solo beberemos en los aperitivos, un artesanal y ecológico champagne monovarietal de chardonnay, Larmandier-Bernier, un gran crus sabrosísimo y equilibrado a la vez, muy floral, no hay azúcar pero sí minerales. Y en los postres un riesling Dönnhoff, seco pero con una nariz muy frutal. Durante la larga comida, que se demorará hasta tres horas y media, no maridaremos, tan solo beberemos San Pellegrino con hielo y limón para clarear la boca entre plato y plato estrella.
Segunda parte. Estamos en la mesa y Navarrete nos ilustra sobre la diferencia entre una gran casa de champagnes y un pequeño productor. Se nos recibe aquí con la gamba roja de Denia, por fin solitaria, hervida en agua de mar, en su justo punto, con el calibre adecuado, con la cabeza sedosa, fresquísima. No necesita más para ser sublime, uno de los mejores productos del mundo, a la altura del caviar de Belluga, la trufa blanca de Alba o el buey de Kobe… Durante años, Quique ha trabajado esta gamba de múltiples formas y, finalmente, ha vuelto a la primera página: solitaria, simplemente hervida. Al lado, eso sí, le acompaña para dar color y distinguir el abanico de sabores, una gamba amb bleda típica de la cocina dianense pero hecha consomé.
Llega a continuación el segundo diez de la cocina de Dacosta, el escabeche de carlotas silvestres con crema helada de panceta. Un plato de una sutileza en su textura que eleva el registro en la boca. Lo importante aquí no es la suavidad del sabor, las delicadas mariposas crujientes no sé de qué o esa panceta que podría incluso suprimirse, sino el impacto en el paladar de la zanahoria refinada, como si fueran angulas pero con ese sabor inconfundible de la cucurbitácea completamente reconducido y aligerado sin perder intensidad. La mejor zanahoria que hemos comido jamás.
A renglón seguido aparece el carro de los atunes. Quique está empeñado en sacarle el máximo partido al atún siguiendo las técnicas ancestrales de las salazones, uno de los grandes recursos de la cocina tradicional alicantina. El carro, una impactante sucesión de cerámicas, presenta una ventresca madurada sin sal en una cámara salina durante seis meses, un lomo de atún ahumado y un sangacho a las hierbas secas. De los tres, el mejor es el lomo aunque los otros dos resultan más curiosos y sorpresivos.
Tras el carro, una Parpatana de atún con salmorreta de hoja santa. Otro diez, el plato más potente de todo el menú. Nos recordó por momentos la merluza con pimientos en salmuera de Alberto Alonso (en 2 Estaciones), pero invertidos los papeles, aquí la potencia es del pescado y la crema lo suaviza.
Estamos más menos a mitad de la comida, es el momento de un refrescante sorbete, pero Dacosta no se conforma con una vulgaridad semejante. Su espíritu imaginativo, posiblemente el más imaginativo de la actual cocina europea pero sin perder de vista los sabores distinguibles de cada hilo conductor en sus platos, le hace crear una ensalada de hierbas silvestres de los alrededores, como hacía Michael Bras. Es un plato muy difícil, pues una espuma muy ligera sostiene una especie de granizado de apio. Está buenísimo, lástima que el frío hace que su ingesta sea problemática. Juegos malabares de un maestro.
Llega el momento del arroz en QDR. Lleva años investigando, y sostiene, junto a Rafa García Santos, que el arroz italiano desprende un sabor característico. Santos Ruiz y un servidor discrepamos, el arroz es insípido. Coincido con Rafa, en cambio, en que el mejor arroz de vanguardia que hemos comido nunca es el que hizo Quique hará unos diez o doce años, el arroz de cerezas con anguilas. El de ahora es un arroz valenciano y está cocinado impecablemente con algas, luego se envuelve en una ostra –que a mi juicio le confiere demasiada intensidad de sabor– y se remata con diversas algas en diversas texturas que a mi me divierten pero que, en cambio, a mi acompañante, mi mujer, Ángela P. Monfort, no le convencían, siendo, al contrario que un servidor, entusiasta de la ostra caliente.
Llega el siguiente diez. Un consomé de anguilas que raya en lo sublime. Delicado y a la vez intenso, sabroso, singular y a la vez sencillo. Un consomé de anguila con trozos del pescado como fritos y acompañados de hojas herbáceas, habas y angulas. No molestan, pero las angulas apenas aportan nada a este caldo maravilloso.
Antes de alcanzar el último plato salado del día, el único con carne, nos han servido un pan de aceite de olivas fargas del Maestrat. Preámbulo de una divertida creación de Quique, quien siempre guarda una sorpresa visual para sus comensales. Se trata de un servicio de liebre en diversas texturas: en paté envuelto en láminas con la figura del conejillo, en sopa al ajillo, en civet con sangre coagulada –émulo y refinado homenaje al sang amb ceba– y en una cucharada de civet con trufa negra (otro diez este último bocado). Y pensar que en cierta ocasión comimos una liebre Royal en un tres estrellas parisino –cerca del Arco de Triunfo–, y no sentí la más mínima emoción. (* Vicente Patiño, por cierto, cocina una Royal exquisita).
Hemos llegado al último tramo, ahora vienen los postres, el dulce contenido que también se sublima en el obrador de Quique. No podemos más, pero el riesling seco nos ayuda. Navarrete aporta lucidez al momento. Llegan los quesos de la oveja autóctona, la guirra. Más curado y rallado, en forma de pastel o flan, y muy fresco con un toque amargo. El flan es otro diez, como lo es la galletita con miel y cítricos que acompaña, que si la fabricara industrialmente le daría fama universal.
Finalmente, en un sprint definitivo llegan los postres basados en algarrobas y los petit fours personales de este restaurante: el almendruco verde, el candy de frambuesa y el fartón ligero de calabaza y chocolate blanco con pipas, otro diez para terminar la comida. Navarrete nos trae un café Kenia triple A, estupendo, apuramos el Dönhoff y pedimos la cuenta: 210 euros por persona y 100 más de los vinos y el agua… Bastante más barato que el Pierre Gagnaire de París, el de la Royal.
Una comida inolvidable. Con cuatro o cinco platos invencibles y una tendencia clara en Quique Dacosta hacia las recetas y productos nativos, hacia la simplificación y pureza de los sabores pero manteniendo ese espíritu imaginativo, ocurrente, que siempre le ha caracterizado. Uno de los grandes. Hasta el año que viene.
Crónica de la visita realizada el 10 de octubre de 2021.

Escabeche de carlotas silvestres guardadas, con crema helada de panceta.

Ensalada de hierbas silvestres de los alrededores del parque natural del Montgó.

Arroz Albufera con ostra marmoleada y algas en pesto.

Vaina de algarroba caramelizada a la vainilla.