De la costa a la montaña, la cocina valenciana encuentra sus raíces
Juan Lagardera
La Retoria (rectoría) es el nombre con el que se conoce una pequeña comarca del interior de la Marina Alta. Al oeste de Denia, cinco pequeños pueblos encaramados entre la Segaria y la sierra del Mediodía, se enseñorean de un fértil valle dedicado a la citricultura combinada con otros frutales y pastoreo entre las colinas. Nada parecido a las típicas huertas levantinas. Recuerda al valle mallorquín de Soller. Y en su momento compartirían sacerdote (retor) habida cuenta de su pequeño y humilde tamaño. Sanet i els Negrals, Benimeli, El Ràfol de l’Almunia, Sagra y Tormos, son los núcleos urbanos que componen la Retoria.
Aquí se vive con otro ritmo, se habla un valenciano auténtico y se preservan las tradiciones culinarias como en pocos lugares de la Comunidad Valenciana. Hacia este territorio del interior se desplazó hace una década Julio Vargas tras sus inicios con Tomás Arribas y su conversión en el mejor colaborador de Miquel Ruiz en La Seu de Moraira y en Dénia. La tensión del éxito tal vez provocó una huida en toda regla. Ruiz montó un bar, Julio acabó en la piscina de Sagra.
Fue el primero de distintos cocineros formados en la modernidad que han vuelto su mirada hacia la tradición y la vida retirada del estrellato y las modas gastronómicas. En esta comarca ha sido más fácil, como en el Ampurdán catalán o el País Vasco, donde la familia Teuler en Polop, los Devesa en Dénia, Pepe Piera en las Rotas o la ya legendaria Pepa Romans en Ondara siguieron recreando la cocina popular de la Marina en plena tormenta del menú turístico fomentado por el desarrollismo.
Vargas, sin embargo, no hace cocina de la abuela. Su repertorio está moldeado por las técnicas actuales y por un conocimiento más o menos amplio del estado de la alta cocina. Hay, pues, refinamiento, composición, cocciones al dente, limpieza de sabores y también productos próximos, frescos, de temporada, tratados sin trampas. Eso sí, la sala y la terraza de este restaurante están más cerca de un merendero o una cafetería piscinera que de un comedor neoclasicista. El espacio es humilde, el entorno un privilegio.
Entre sillas y mesas de plástico emerge la figura de Sergio, un maitre campestre que trabajó con Quique Dacosta y explica con acierto la extensa carta de vinos, con gran presencia de los caldos cercanos y las viñas autóctonas. En ese ambiente, purista y liberador, empieza el menú que ha preparado Vargas para un día como el de hoy, fiesta de los Reyes Magos. La comida no llega a los 35 euros por persona.
Empezamos con un vermú de Xaló y una serie de pequeños aperitivos preparados con primor, como un pequeño tomate de penjar, pelado y coronado por una ligera anchoa, un chupito de calabaza con melva, la neula finísima de pipas y sobrasada vegana… Y un clásico de este cocinero, el simplicísimo pan con alioli ligeramente tostado, lo que suaviza esta salsa y la transforma en un bocado superior.
A estas alturas ya estamos acompañados por un vino natural de Pepe Mendoza, Casa Agrícola, con uvas gironet (la giró) cultivadas en Llíber y Alicante. Sorprende su sencillez y sinceridad.
Llega entonces un plato sublime. El mejor y más sorprendente y nítido que he comido en los últimos meses. Una musola frita sobre una base con un caldo y una habas tiernísimas con su vaina cocida lo justo. La musola es el reconocido cazón andaluz, un pequeño tiburoncillo que se alimenta de crustáceos y tiene una textura parecida a la anguila y que se aprecia en tierras alicantinas. También las habitas, incluso crudas, son muy populares en las huertas del sureste, pero atreverse a darle una ligera cocción a las vainas es todo un descubrimiento, una maravilla de texturas vegetales que se corona con una hoja de kale refrito.
La comida sigue con un pulpo y su parmentier de patata, un presentación archiconocida que se resuelve con oficio, preámbulo para una serie de platos principales: Un arroz entre meloso y caldoso, también de musola, con verduras y patata, con un sabor de fondo limpísimo, por más que la reiteración del mismo pescado (tratado, eso sí, de modo muy diferente) reste interés al menú.
Las alternativas al arroz son una pescadilla salvaje extraordinariamente rica –que ya es difícil y que recuerda los logros con este mismo producto por parte de Ricard Camarena– a la que incluso podríamos dejar sin la salsa que le acompaña para mantenerse riquísima. Y una paletilla de cabrito cocinada como en caldereta, de tal suerte que este plato resulta una síntesis sorprendente entre el tratamiento del cordero castellano horneado y los guisos de cuello y otras partes no tan nobles pero jugosas con hierbas y verduras típicos de las zonas mediterráneas. Sabrosísima y ampulosa en el mejor de los sentidos sensuales que ofrece la carne de estos animales.
Estamos en la terraza, el sol del invierno está ya huyendo, el menú termina con un postre con una especie de macedonia de granada y otras frutas tropicales en brunoise, almendra amarga y un cremoso caliente. Un broche de compleja sencillez a la altura de una espléndida comida. Saludamos a Julio Vargas en su cocina. Es un hombre plácido, cuya determinación por reubicarse en este lugar apartado está cada día más clara.
Otros cocineros con formación están siguiendo su camino, retrayéndose de la populosa costa, del turismo de gambas y arroces del senyoret, para volver sobre ese espacio de media montaña en el interior valenciano. Como Evarist Miralles que se ha establecido en la Vall de Laguar (Nou Cavall Verd), o Miquel Gilabert en Benidoleig (Suculent). Incluso como cocineros reconocidos, Jordi Morera, hijo de las marjales cercanas, y que ahora oficia desinhibido y sin responsabilidades añadidas, disfrutando, junto a la plaza Redonda de Valencia, en Ca Morera.
Crónica de la visita realizada el 6 de enero de 2022
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