Bon Amb, de Xàbia

Alberto Ferruz.

  • Xàbia

  • Carretera de Benitatxell, 100.

  • 965 084 440

  • Ofrece tres menús:  Encesa 115 € (con aperitivos, postres y 7 platos).          Pesquera 155 € (con 9 platos).  Fusta 185 € (con hasta 11 platos).

  • Abre de miércoles a domingo en dos turnos: al mediodía desde las 13 horas (el último pase es a partir de las 14:30) y por la noche desde las 19:30 horas (con el último pase a partir de las 21).

En busca del mar perdido

Juan Lagardera

Las modernas instalaciones del restaurante Bon Amb (traducción posible: buen anzuelo), se localizan en Xàbia camino de las cumbres de Benitatxell. A esa última localidad, una especie de vigía sobre los acantilados al sur del cabo de la Nao, la zona de los Morros, se fue a vivir Alberto Ferruz, su jefe de cocina, tras pasar página a un capítulo vital. Ferruz se ha impregnado del espíritu de ese lugar, donde sus habitantes aprendieron a sacarle partido a las circunstancias geográficas. Ahora pueden vivir del turismo, las nuevas urbanizaciones y las antenas de telefonía e internet que pueblan su cima, pero no hace tanto que conocieron los riesgos de un arte de pesca peligroso: les pesqueres. Mediante escaleras de madera y cordajes de cañizo, los pescadores bajaban los empinados riscos, se acercaban al agua y lanzaban sus anzuelos. Era preferible, además, hacerlo de noche. De ahí que surgiera una costumbre muy práctica, dejar una madera (fusta) encendida (encesa) como una antorcha. Si al amanecer la madera seguía allí, mala señal; se organizaba una partida en busca del pescador por si había sufrido un accidente.

Junto a los acantilados las aguas son más profundas y se pueblan de peces que buscan refugio cuando las tormentas provocan fuertes corrientes. Les pesqueres lo aprovechan, una práctica tan ancestral como peligrosa, ciertamente, y que da nombre a una de las plazas centrales de Benitatxell. Ferruz disfruta ahora de su relación con los nativos auténticos, incluso aprende a entenderles y a chapurrear en valenciano. Meros, brótolas, gallinetas y cabrachos, salmonetes, doradas, dentones o sargos y congrios… habitan en los fondos marinos de esas aguas junto a las montañas escarpadas. No hay lubinas ni pescadillas ni boquerones, tampoco sepias ni calamares ni gambas. Alberto Ferruz lo conoce porque se relaciona con los vecinos de la plaza de les Pesqueres en su pueblo. Pero como quiera que todos sus menús cuentan con un con-texto literario, el que dispone en la presente temporada está dedicado al citado y ancestral arte de pesca autóctono, para lo cual ha contado con la colaboración de Empar Ferrer, periodista y divulgadora de la misma Benitatxell, quien ha escrito un emotivo relato.

El jardín de Bon Amb desde la sala acristalada.

No importa que algunos de los muchos platos que sirve esta primavera Bon Amb tengan una relación directa con esos acantilados. Se trata de un gesto por parte de la culinaria, que rinde homenaje y conocimiento de ese modo. Nutre las conciencias para que, al menos, la narrativa de esta práctica pesquera no se pierda de la memoria vernácula. Ni la cocina, ni la música, ni siquiera la pintura tienen capacidad para reproducir todos los matices y conceptos de la escritura. Así que resulta absurdo pensar en una literalidad de lo evocado que se traslada por arte de birlibirloque a la mesa.

En cualquier caso, Alberto Ferruz y su equipo, cada día más compacto a pesar de haber tenido que asimilar el reto de gestionar también la histórica Casa Pepa de Ondara, es evidente lo que pretende. Tras una comida de quince platos, con algunos bises de por medio, dos postres y cuatro petit fours, además de una lista de preaperitivos y aperitivos, está más que claro que Ferruz es un cocinerazo, con una técnica muy depurada, cuya inspiración busca encontrar motivos en las tradiciones culinarias y en los productos que da la tierra de adopción donde ha decidido vivir, la Marina.

El equipo de sala compuesto por Anay, Pablo Catalá, Cristina Prados y Enrique García.

Poco importa, también, que alguno de los platos fuera conocido. Cada vez resulta más histerizante esa carrera emprendida por la alta cocina para inventar recetas originales cada nuevo año. Genios como Adrià o Redzepi dijeron basta a semejante locura. Ferruz se adentra en los misterios de las salazones alicantinas, se deja influir por los cítricos y por las fermentaciones japonesas, o reinterpreta en clave muy moderna y creativa algunas sopas frías como el gazpacho, el consomé de marisco o el ajoblanco porque su restaurante alcanza en verano su apogeo. Introduce también nuevas bebidas (parece que esa tendencia está en el ambiente), da mucho juego a buena parte de su equipo, saliendo a sala para explicar o terminar algunos platos, en especial cuando le llega el turno a la pastelería. Y, sobre todo, Ferruz está comprometido con obtener sabores profundos, contundentes (tal vez demasiado en ocasiones), especialmente con sus platos marinos, que son mayoría abrumadora, para lo cual trabaja un recetario de extraordinaria potencia sápida. Huevas, hígados y lleterolas o mollejas de pescado se trabajan como vehículos del sabor junto a caldos y jugos reducidos, además de su ya reconocible ventresca de atún madurada.

Es como si Ferruz anduviera, a la manera proustiana, en busca del mar perdido, rescatando una coquinaria que hunde sus raíces en el hidromiel y el garum romanos (con los que comienza su actual festival gourmet) cuyas factorías de salazón estuvieron en la costa de piedra tosca en Xàbia, tal vez la fantasmagórica Hemeroskopeion helénica, una atalaya vigía del paso por el punto más al este de la Península. Pero recordemos, antes de reseñar el interminable menú, que Alberto Ferruz nació en la aragonesa y vinícola localidad de Cariñena hace casi 40 años, y que ha trabajado en cocinas desde su más tierna adolescencia. Estudió en Zaragoza y pasó tres años intensos en Lasarte junto a Martín Berasategui, luego discurrió por Francia (en el elegante Le Taillevent de París) y Holanda (De Leest, de J.J. Boerma, en Vaassen) para recalar quince días con Quique Dacosta y mucho más tiempo con Tomás Arribas en Peix i brases así como en los mil líos gastronómicos del burgalés. De allí le ficharon junto a Pablo Catalá, que estaba en Masena, para poner en marcha Bon Amb en 2011.

El menú Fusta y otras cosas que pasaban por allí

Empecemos. De la mano de Cristina Prados (premio nacional de gastronomía) alcanzamos la primera etapa de la comida. Una mesa auxiliar en una estancia contigua donde hay dispuestas una serie de copas de barro con una bebida de hidromiel que nos dejó indiferentes en boca (solo tiene 2 o 3 grados alcohólicos) aunque con la cabeza excitada por la referencia histórica. Le acompañaba un pequeño y delicioso bocado de bonito curado en sal durante tres horas, rematado con caviar de garum y polvo de tomate. Delicioso, envolvente y profundo. E insistiendo en la memoria de la historia.

Bonito con polvo de tomate y huevas de garum.

Pasamos a una mesa puesta para acomodarnos, en la sala que se abre acristalada al gran jardín desde el que se atisba el Montgó en el horizonte. Ya sentados, llegan los primeros aperitivos. Una tartaleta con una especie de parfait, más bien un cremoso de hígado de salmonete, rematado con pétalos amarillos y naranjas. Sensacional, untuosa y a la vez con la pasta fina y crujiente, de sabor inconfundible, penetrante, poderoso y contenido a la vez. Como alcanzar de golpe el extremo más elevado de una montaña rusa. Guau. A su lado, un mochi de yema rebozado en coco, toque de lima y remate de mújol. Un relax después del subidón. El sumiller servía en esos momentos un Riesling agradable y comedido, Schieferterrassen 2019 de Heymann-Löwenstein, bodega en los valles del Mosela.

Mochi de yema con coco y salazón de mújol.

Viene el primer plato en serio, en realidad tres. Una pastelería marina, que de verdad es un flan de salmonete y rape junto a perlas de tapioca con salsa diabla que acompañan berberechos además de navajas y ostras troceadas. Un tomate fermentado con hierbas de costa, especie de neogazpacho ligerísimo. Y una bebida consistente en añadir a un fondillón de vino rancio el zumo de unos pimientos verdes asados. En ese momento nos damos cuenta que seguimos en lo alto de la montaña. La pastelería es todo sabor penetrante y chisposo, el tomate resulta refrescante y el fondillón apimentado otro empujón hacia las nubes. Genial.

Pastelería marina.

A continuación, un falso crepe –una lámina de apio nabo cocido– relleno de morteruelo de pescado, bañado en armagnac y cointreau, coronado por una crema chantillí de eneldo y acompañado por un pequeño brioche con polvo de algas. Seguimos en modo intenso de sabor. Entonces llega lo que creemos un plato de reposo, otro tono refrescante. Y sí, es una sopa fría, un escabeche de almendra y ajo con emulsión de caviar conjuntado por un queso vegano de almendra, una relectura del ajoblanco que en manos de Ferruz no baja de intensidad sápida. Y lo mismo ocurre con la cigala cruda, atemperada en jugo de moluscos, yemas y kosho, una pasta fermentada nipona con toques de pimienta y cítricos que multiplica la potencia del plato, de tal suerte que resuena como un curry.

Crepe de apio bola a la sal, relleno de morteruelo con jugo de salmonete.

Hemos llegado a lo que se anuncia el intermedio del menú. Dado que nadie sale a fumar, seguimos adelante. Lo que viene es un clásico de Ferruz revisitado a cada temporada, su ventresca de atún madurada que ha dado paso a todo un espectáculo túnido. Se trata de una ventresca que se ha madurado doce días con sal y pimentón, bien oreada. De la pieza se sacan unas lonchas a modo de pastrami, otras como jamón, con diversos restos se hace un áspic al pistacho a la manera de una cabeza de jabalí que se acompaña con un gel de tomates verdes. Y una empanadilla que sustituye la pasta por un corte de atún muy rojo y relleno de pericana –plato típico con pimiento y pescado secos, rehidratados con aceite–, completa el cuadro. Un más que agradable festival que no por conocido, en parte, deja de ser apetecible. El memorándum del atún mediterráneo.

Cruzado el mar medio se nos presenta un plato de guisantes lágrima con verdolaga, que se bañan en un caldo que bautizan como café de París, un caramelo salado de caldo de jamón y sudado de foie (suponemos que provocado por un oporto u otro vino dulce). Se remata de nuevo con salazón de mújol. Aunque es un plato de registros reconocibles, mantiene la línea robusta. Como el siguiente, recurrente en la oferta de Ferruz, otra triunfal sopa fría: un fino y aclarado escabeche de vegetales blancos con miso, huevas y quisquillas de Santa Pola a las que se aplica un toque de sebo de vaca. El plato convertido ya en marca del estilo Bon Amb.

Guisantes con verdolaga.

Un joven cocinero chileno, Sergio Onell, sale a escena. Su misión es preparar in situ unos tallarines de sepia con salsa boloñesa de mar: lleva erizo, huevas de merluza escabechadas, tinta de la sepia y perlas de orégano. Una receta divertida que mantiene la intensidad, la constante de procurar a la culinaria marina la mayor profundidad de sabor posible. No se admiten prisioneros ni sutilezas. Vamos en un barco ballenero y no hay escapatoria. Se nos anuncia un nuevo plato fruto de lo que trae fresco el día. Lo llaman “libre albedrío”, y hoy es un calamarcito bañado en un fumé aclarado y relleno de cebolleta, pan frito y pimiento asado, que predomina. El sumiller, Enrique García, ha sacado a pasear un tinto suave, elegante, de Pepe Mendoza, el Abargues, una uva giró que nuestro amigo barbado considera diferente a la garnacha por mucho que haya quien las confunda.

Estamos agotados –comer mucho y bien tiene ese inconveniente–, pero con la ayuda del vino llegamos al tramo final, en tierra firme: una empanadilla tibia de liebre rellena de liebre a la royal con salsa de pato y aire de trufa negra. Muchísimo sabor. Tanto que el siguiente bocado, un miniflán de foie de caza con cacao amargo resulta neutro. Es el preámbulo del sprint salado, que también se renueva como “inesperado”: Se trata de un potente solomillo de ciervo con jugo de sus carcasas y mole de pichón, que se acompaña con un frenesí de guarniciones moradas: endivias, chucrut de lombarda, kimchi de achicoria, cebolla encurtida, tartar de remolacha y remolacha curada en hongos koji.

Empanadilla tibia de liebre rellena de royal de liebre y aire con trufa negra.

Para los postres recibimos a Laura Durá, una sevillana de padre de Castalla y madre neoyorquina. Empieza con un bocado multicítrico de lo más divertido, tanto que se come con los dedos y chuperreteando. Se trata de un semifrío de mandarina tocado con gotitas de merengue seco, cremoso de pomelo y de limón, más algunas cosas procedentes de los huertos de Casa Pepa y un polvo de azúcar de bergamota con el que se remata. Sabroso. Llega otro festival, dedicado a la algarroba. Enfrente mismo contemplamos una garrofera que la produce. Durá la presenta como galleta, crema o gelatina, también como chocolate caliente. Lo armoniza con toques de naranja y cacahuete. Intenso, muy intenso y un enorme esfuerzo de refinamiento técnico de un producto que hasta hace bien poco solo se utilizaba como forraje.

El final, junto al café y las infusiones llega con un bonito surtido de pastelería. Una falsa frambuesa, una minivalenciana o financier (la nueva magdalena de Proust), un cornete, el buñuelo de calabaza y the last but not the least: un minifartón relleno de crema de horchata. Entonces suenan los clarines de las nubes; ese fartón es la pera limonera, la pasta más refinada que hemos probado en mucho tiempo, una delicia que se desparrama en boca con una crujiente sedosidad. Tanta que Ferruz cuenta que va a darle tratamiento especial en breve. Es justo y necesario.

Luces dulces, la versión petit fours de Bon Amb.

Se acabó, después de más de tres horas y media de almuerzo (un exceso solo apto para jóvenes, profesionales y gourmands de vicio) hemos concluido y liquidamos la cuenta. Una comida notabilísima, con pegada en el arranque y en el final, y un ritmo constante y muy intenso en todo su desarrollo. Sin altibajos. Potencia frente a sutilidad. Constancia frente a contrapunto. El paso a la excelencia, cercano, tendrá que ver con el desarrollo de los contrastes, de los cambios de ritmo y las sorpresas inesperadas (tan solo apuntadas ahora) y con una apuesta por las artes mayores en el jardín. Al fin y al cabo, en la Europa de los Médici todo tenía el mismo rango y consideración como arte: la pintura, la cocina y la jardinería, en especial, con cítricos y otras plantas comestibles o aromáticas.

Crónica de la visita realizada el 4 de abril de 2024.


El ciclo alrededor de la luz

Carlos López

En el año 2022, BonAmb comenzaba un ciclo alrededor de la “luz”. Ya saben lo que se dice: “solo cuando el túnel está en la más absoluta oscuridad, es cuando se puede volver a ver la luz verdadera”. La luz visible está compuesta por fotones, estos a su vez se comportan de manera dual: como ondas y como partículas. Esta dualidad dota a la luz de propiedades físicas singulares.

La luz –un elemento vital que se origina en la cocina de este lugar– es la propia secuencia de la cocina de Alberto Ferruz: desplazamiento siempre en línea recta, velocidad definida y constante. Aunque en cocina esto no es tan sencillo, puesto que desde que se crea un plato hasta que llega a la mesa, hay un parque temático lleno de montañas, picos y tensiones.

Alberto Ferruz

Alberto Ferruz.

Esta temporada han querido dar a conocer «L’Encesa”; arte milenario de pesca que se hacía desde los acantilados de la Marina Alta. Consistía en encender un punto de luz proyectado sobre el mar con el fin de atraer pesca de alto valor en el mercado. Valientes hombres de campo (no dedicados profesionalmente a la pesca) se jugaban la vida cada noche de invierno para intentar conseguir mejor vida. Gastronómicamente, BonAmb quiere hacer el mismo recorrido que hacían ellos: de los campos y huertos de la Marina Alta, a nuestro querido mar Mediterráneo.

¿Qué inspira lo anterior y cómo se traslada a la mesa? Les inspira el coraje de los labradores que se aventuraban cada noche hacia un mundo desconocido, esos precipicios en los que arraigan el fenoll marí, la lavanda, el romero, el tomillo y florece la silene. Les inspira ese mar de salitre y yodo, vida marina.

Lo anterior se traslada a la mesa con mucha sintonía, esfuerzo, dedicación y mérito, el mismo que lleva a la conclusión del porqué en once años han conseguido tanto galardón. Pero esto no va de galardones, va de buenas maneras y mejores costumbres.

Detalle de la sala de Bon Amb.

BonAmb es un espacio culinario de gran amplitud que en verano apuesta por una agradable terraza, el interior cuenta con la misma sintonía; espacio confortable, rectilíneo, acogedor, que resguardado por los cálidos y enormes ventanales del comedor proyecta una estancia de adecuada separación entre mesas y elevada comodidad espacial.

En la cocina un joven (ya no tan joven), Alberto Ferruz. Aragonés de Cariñena, formado en Martín Berasategui y con estancias en Taillavent (París), Zaranda (Madrid) y Quique Dacosta. Madurez juvenil, vikingo y trasgresor, serio y respetuoso, sabe dónde está. Detrás de sus palabras, extraemos la herencia de Berasategui en la búsqueda de la perfección como vía de trabajo.

Atrás quedan otros artículos escritos y suscritos por un servidor. La cocina de BonAmb es responsablemente nutricional, empiezo a calificar las comidas con buena o mala digestión como punta de lanza. He llegado a la conclusión que no importa lo que comas (en su justa medida) si no eres capaz de digerirlo bien.

No es casualidad encontrar en los menús, alimentos debidamente manipulados, donde la calidad y cantidad no genera inflamación y desequilibrio gástrico y gustativo; no hay grasas, sales ni aceites refinados (se usa sin refinar) y la carne entra en muy pequeñas cantidades dosificadas.

Te reciben en hora, te acompañan a una mesa de “bienvenida” en el que te ofrecen una degustación “ancestral” de varios productos básicos y livianos, preludio del estudio de la técnica de antepasados, que solo puedes encontrar en los libros de narrativa o historia de gastronomía. De ahí te desplazan acompasados y con ritmo sutil a la mesa, te acomodan y tras la bebida de bienvenida, ofrecen los menús de la casa; según dimensión, espacio y tiempo:

Cabàs: Aperitivos + 8 pases + momento dulce.

Canyís: Aperitivos + 10 pases + momento dulce

Ham: Aperitivos + 12 pases + momento dulce

Nuestra elección fue Cabàs; cuya composición y desarrollo fue el que a continuación detallo:

Aperitivos. Flan tembloroso, limón valenciano y salazón ancestral: En boca un viaje de ida y vuelta en debida comunión respecto a la textura tradicional semi cremosa, contenido cítrico y correcta salinidad.

Flan tembloroso de Bogamari y limón valenciano

Flan tembloroso de Bogamari y limón valenciano.

Pastelería marina en distintas texturas: Llenado palatal repleto de texturización. Muy agradable para los sentidos.

Caldillo agripicante: Contrapunto alegre y canalla.

Pases. Crepe de morteruelo de pescadores, apio bola a la sal y jugo de descartes: Sutil, elegante, todo sentido a una masa muy reconocible potenciada por los jugos del fumet concentrado.

crepe de morteruelo de pescadores, apio bola a la sal y jugo de descartes

Crepe de morteruelo de pescadores, apio bola a la sal y jugo de descartes.

Capuchina, gambeta de la bahía y codium: Clasicismo, aleación de sabores bajo el dominio de los tonos gustativos y las texturas.

Dashi de setas y tofu de calamar: Juego bucal lleno de contrapuntos. Picante, ácido, amargo y fresco.

Dashi de setas y tofu de calamar

Dashi de setas y tofu de calamar.

Coliflor a la romana asada entera: Fina y elegante interpretación de una verdura hogareña y familiar. Máxima expresión con lo que pretende sorprender.

Coliflor a la romana asada entera

Coliflor a la romana asada entera.

Magros marinos: A través de un fondo obtenido tras dorar las espinas del atún, encontramos una potencia controlada y equilibrada en la que el comensal reconoce los diferentes gustos untuosos.

Papardelle, emulsión de anémona y carbonara de algas: Degustación honda, que perdura en boca, llena de chispa. Este trampantojo se disfruta a un nivel altísimo.

Foie de pólvora de duc, jugo de anguila y setas en escabeche. Acertadísimo el punto de cocción y la salsa que refuerza su intenso sabor mientras que el hongo humedece cada bocado. Mayor clasicismo con detalles de autor que muestran el alto nivel.

Final esperado. Merluza: Carne jugosa y hechura lechosa, visualmente blanquecina.

Momento dulce. Flor de melocotón y palo cortado: Fresco, intensidad y dulzor vigilado. Irreprochable confort bucal que sirve para comenzar “casi” de nuevo.

Mont blanch de pistacho, jengibre, y té negro: Vuelves a abrir el paladar de manera sutil y equilibrada. Diferentes texturas para un final feliz justo en cantidad.

La conclusión dulce es toda una declaración de intenciones de las aspiraciones del restaurante. Aunque encuentro algo de pasividad palatal (debido quizás a las veces que ido y probado o debido a que le falta un punto de riesgo y coraje), bien es cierto que la ejecución es la que se merece el comensal (llena de elementos y pequeños bocados que conforman un juego dulce) pero no es menos cierto que la frescura y dulzura de cada bocado sale a paseo de manera elegante y conjunta.

Los petits.

BonAmb sigue siendo un proyecto sólido, con un equipo conjuntado y en un entorno inmejorable. Hay pretensión viva, se miman y cuidan los detalles y existe una búsqueda real de la excelencia. Un restaurante qué sin hacer ruido, siendo “desconocido”, se ha metido en la parte más alta de la gastronomía. Un “emboscado” que deja grandes impresiones culinarias.

En el largo camino recorrido encuentras madurez y rectitud en su cocina; armonía y conjunción de sabores. Platos proyectados en fondo y forma; estudiados y analizados con prueba final en la aceptación del comensal que se detectan y disfrutan en las papilas gustativas. Una cocina que como la “luz”, proyecta ondas y partículas debidamente equilibradas provocando y consiguiendo que la simetría y el regusto caminen de la mano sin despegarse. Sabores intensos y elegantes firma de la casa que perduran en boca y garganta como un buen vino redondo y complejo.

La cocina y la sala denotan sensatez y conocimiento, todo proyectado desde la discreción y el esfuerzo. Es gente que vive por y para, siempre están ahí (casi siempre) metidos en cintura, poniéndose el listón alto y buscando esa perfección “garrotera” que tan buenos resultados está cosechando. No hay lugar para los sabores tenues, hay complicación contenida y sin complejos.

Pablo Catalá.

La sala de BonAmb es elegante y natural, demostrando experiencia y profesionalidad. En la dirección, otro de los socios, Pablo Catalá, en la sumillería el querido Enrique Albelda, y la sala bajo el estricto cuidado, método y protocolo de Cristina Prados (Premio Nacional de Gastrononomía 2022). Profesionales que hablan por la cocina, están atentos, asesoran y ejercen una labor de proximidad. BonAmb hace años que es una apuesta segura, aunque no es restaurante de diario. No hay una receta secreta al respecto, no hay especulaciones culinarias, ni paridas gastronómicas; gustan los galardones pero les da “igual”.

Cristina Prados. Premio Nacional de Gastronomía 2022.

La cocina de Alberto es romántica (como él). A través de un patrón y de un buen hacer, ha producido un crecimiento empresarial y personal, que les ha hecho felices. Conozco el sitio desde que lo abrieron, y siguen fieles a su filosofía, son vikingos culinarios. Fieles a valores y éticas, han sabido demostrar los caminos muy diferentes de interpretar la gastronomía. Caben todos los estilos y clase de gente. Son adictos a la adrenalina del servicio, les hace sentir vivos tener que estar todo el día haciendo feliz al que entre en su espacio gastronómico. Te llevas un trozo de BonAmb y de su entorno cuando los visitas.

Con gran discreción y una significativa actividad frenética, llevan su propia velocidad y muchos de los comensales potencian su experiencia a través de los detalles inesperados que se encuentran. Es una cocina llena de pasión, que se debe a sus comensales, con un estilo nada encorsetado, es simplemente BonAmb. Cuando uno cree que el nivel ya se encuentra en lo más alto, surge un trío de platos de elevadísimo impacto, de esos que se almacenan en la memoria para el largo plazo.

El entorno es complaciente, delicado y deleitoso. Todo es equilibrio para que no te olvides de volver a probar las elaboraciones de un cocinero ensimismado con su profesión, trabajador y talentoso que escarba en libros y en su imaginación para otorgar gozo sublime. La cocina de Alberto Ferruz es ubicua en cada momento, en cada espacio del local. Y esto ocurre cuando el talento se suelta con el trabajo y notas ausencia de toda distracción. Cuando te tomas el servicio diario como el último; es entonces cuando surge la magia gastronómica que fascina y conduce a esta pasión que se remata en la escritura.

Crónica de la visita realizada el 10 de noviembre de 2022.

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