
El sumiller Alberto Redrado junto a su primo, el chef Kiko Moya.

La biblioteca con especias, pimientas, los libros y los trofeos
En el entorno de la montaña (mágica)
Juan Lagardera
Para que no queden dudas, empecemos por un prólogo que nos sitúe en contexto: la madre de Kiko Moya (Kiko, de Francisco, como su padre), es hermana del padre de Alberto Redrado. Son, pues, primos hermanos, además de socios. Sus padres empezaron teniendo un restaurante en el semisótano de una casa de pueblo en Cocentaina. Hace más de cuatro décadas. De ahí lo de la escaleta, para acceder al trabajo.
La paradoja biográfica se produjo cuando el hijo del jefe de sala de aquel restaurante que gestionaba muchas bodas, bautizos y comuniones, tras un stage en El Bulli termina comandando la cocina de la nueva Escaleta. Mientras que el hijo del cocinero de antaño terminó siendo el sumiller. Con el debido respeto a aquellos padres pioneros, lo conseguido por Kiko a los fuegos y Alberto con el vino no tiene parangón. La cocina de l’Escaleta, a día de hoy, ostenta dos estrellas michelin y tres soles Repsol. Redrado, por su parte, mereció en 2014 el premio nacional de Gastronomía.
Alberto Redrado junto a su pareja, Violeta Gutiérrez de la Vega –hija de Felipe, el genial bodeguero de los casta diva de Parcent–, hacen sus propios vinos en la Marina, bajo el nombre de Curii. Tiene la honradez de no ofrecerlos en su restaurante. No entiendo de vinos, pero el único maridaje que me ha aportado sensaciones creativas en el paladar ha sido el que me proporcionó en su día Redrado. No fue en esta nueva ocasión en l’Escaleta, pues llevamos una buena remesa de grandes sakes japoneses –uno de ellos con aguja– que el propio sumiller nos ayudó a valorar en su justa medida. En cualquier caso, vale la pena dejarse aconsejar por este profesional, discreto en palabras pero con un conocimiento extraordinario del asunto que se lleva entre corchos y botellas.
Pasemos a la cocina, porque en la cocina estamos. Toda nueva, magnífica, de Xtone de Porcelanosa. Deslumbrante. Pudimos elegir la mesa 0, en la propia cocina. Vale la pena si es posible reservarla con tiempo. Para los preventivos, diremos que está perfectamente climatizada y no hay humos ni nada semejante. Las grandes cocinas de hoy en día han dejado de ser aquellos espacios infernales, con el calor, el humo, los olores y las llamaradas enseñoreándose del sacrificado trabajo de los cocineros, a quienes nadie, entonces, osaba llamar chefs.
Han pasado veinte años desde que Kiko se sumara a la cocina de l’Escaleta, un restaurante que se mudó hace tiempo a las afueras de Cocentaina, en las cuestas que te llevan a las estribaciones de la montaña del Montcabrer, al este de la sierra de Mariola. Gracias al bonito y moderno complejo que han levantado allí los dos primos, y que siguen gestionando importantes eventos y celebraciones sociales en esta zona antaño industriosa, han podido mantener un restaurante contemporáneo, a través de una alta cocina que se basa en tres premisas: la investigación sobre las tradiciones y los productos del entorno más cercano, el estudio para estar al día al objeto de trasvasar tanto técnicas como condimentos a sus propuestas, y la nitidez y naturalidad con la que Kiko Moya plantea su propio recetario. Más el vino, por supuesto.
No hay, pues, engaños, juegos ni decorados. Todo fluye en la cocina de l’Escaleta, y casi todo recuerda a las montañas que nos rodean. No hay trampas. Sí experimentos, probaturas, vueltas de tuerca. A veces son caminos más difíciles, y hasta pedregosos, pero son diferentes, únicos y singulares. Inconfundibles, como esos arroces en finas latas rectangulares que ya representan un sello inconfundible de l’Escaleta. O el gazpacho de cerezas autóctonas, un logro que no abandonan en su carta y en sus menús degustación, porque fue un acierto sobresaliente que, además, rinde sentido homenaje y respeto al gran producto de las sierras alicantinas en la Gallinera. Y lo mismo puede decirse de la gamba rayada que pescan los arrastreros de las lonjas más cercanas. Demos cuenta, por lo demás, del enorme crecimiento que año a año se observa en esta cocina, posiblemente en su estado de máxima madurez desde que la conocemos.

Kiko Moya en la cocina.
El menú del sabor
Nuestro menú empieza con unos snacks. Tributo a la tierra jijonenca vecina y que delatan la solvencia técnica de Kiko. Se trata de una almendra rellena (como las de turrón) y de otro turrón-torta de almendra, pero salados, junto a una galleta de oreo que en realidad es de ajo negro rellena de ajoblanco. La propuesta tiene gracia. Tampoco mucho más. En cambio, otro pequeño bocado de queso fresco de leche de almendras bañado en aceite de oliva nos pareció más que interesante, además de sutil y sabroso, no muy alejado de la torta del casar de almendra de Quique Dacosta. Acertado en su pequeña dimensión, además.
Entramos a mayores con los aperitivos, un conjunto donde brilla el eterno gazpacho de cerezas alicantinas, que gana por goleada a un sándwich de espinacas, muy bien ejecutado pero insípido. Todo lo contrario del que llaman “buñuelo” de holandesa de mostaza, que en realidad es un crujiente circular y abierto, a modo de aro, relleno con esa salsa a la mostaza y decorada con florecitas de las laderas cercanas. Soberbio aperitivo que nos traslada a las montañas, como cuando el genial cocinero francés Michel Bras enviaba a los suyos cada mañana a recoger hierbas y flores por los campos cercanos.

Buñuelos con holandesa de mostaza y flores presentados sobre un lecho de hojas decorativas.

Buñuelo de holandesa con mostaza, flores y hojas.
La comida propiamente dicha empieza con un exquisito pan a la antigua, amasado con harinas procedentes de un trigo autóctono, el fartó, que han rescatado en el valle del Gorgos, en Jesús Pobre, aunque este año la sequía ha echado a perder toda la cosecha. El pan se acompaña con una fina mantequilla de sagí (grasa de cerdo, como la utilizada para las ensaimadas mallorquinas) y hierbas silvestres. De nuevo, la montaña.

El pan con el sachí, manteca de cerdo.
No hay tiempo para deleitarse con tan sencillo manjar recuperado. Kiko aparece, como Dacosta, Camarena y Ferruz, con una ventresca de atún entre las manos. La inspiración debe estar en el ambiente, en la misma época y en latitudes distintas pero no muy alejadas. Kiko muestra la cajita donde se cura la ventresca, en un ambiente salino sin contacto de la pieza tunida con el sodio. Es la misma técnica de sus compañeros chefs, los mejores de entre los que ejercen en tierras valencianas, pero el contestano parece aplicarla de un modo aún más creativo. Su plato es soberbio: sobre una base de beurre blanc (la salsa suave francesa de mantequilla, vino blanco y chalotas) con gárum se dispone la ventresca curada en dados, rematados por caviar y láminas finísimas del mismo atún, a modo de lascas de un buen jamón. Extraordinaria combinación de producto y de texturas. Uno de los pocos platos donde el caviar tiene sentido gustativo y justifica el precio: aporta la salinidad necesaria y levanta la salsa de mantequilla, con la que marida históricamente.

Pequeña cámara para curar en ambiente salino.

Ventresca curada de atún sobre garum, beurre blanc, caviar, láminas y polvo de corazón de atún.
No nos hemos recuperado de tan poderosas sensaciones gustativas cuando Kiko aparece por la mesa con una mazorca cruda de maíz. Está infectada, por ese hongo en forma de champiñón irregular que los mexicanos llaman huitlacoche. Allí se lo comen y lo consideran un manjar. Nuestro chef, tras un viaje a México decidió probar. El resultado es otro excelente plato con el hongo revuelto con los granos del maíz y una ligera salsa. Le acompaña una bebida extraída del fermento de los propios pelillos y las hojas que envuelven la espiga. Maíz del que se ha cultivado de siempre en nuestros campos cercanos a ribazos, barranqueras y marjales.

Maíz con su huitlacoche
Nueva apuesta de riesgo: una ostra –guillardeau– escabechada con zanahoria, azafrán y flor de Jamaica. Teniendo en cuenta que nos gustan las ostras tal cual, aderezadas con cítricos a lo sumo, y viniendo de dos grandes platos, no está nada mal esta combinación. Todo está presente. La ostra no ha quedado desdibujada y notamos el resto de componentes. Tal vez debería ir un poco antes en la secuencia sinfónica desplegada.
Llegamos al interludio. Lo que se propone es una gamba rayada curada en sal. La gamba está cruda, está buena, pero las comparaciones son odiosas y muy necesarias en este caso. Está buena, aunque ni de lejos se aproxima a la sublimación que supone la gamba hervida de gran calibre que se nos sirve fría en todo su esplendor. En cualquier caso, Kiko merece probar su particular camino hacia el corazón de ese marisco inigualable.
Tras la gamba, el arroz, de anguila y cangrejo azul, la especie invasiva que hay que comerse. En la lata rectangular, apenas un grano de arroz de espesor. Está bueno, muy bueno. Funciona como autohomenaje, señala que seguimos estando en el soberano y antiguo Reino de Valencia, patria de los mejores arroces del mundo. Y no será el mejor, pero es el suyo, el creado por su inteligencia aplicada y genio culinario. Ya va bien.

Arroz en lata de cangrejo y anguila
El arroz funciona como el descanso del guerrero, como el retorno a la cocina de donde todos los valencianos proceden. Y da paso a una segunda parte que no puede empezar de modo más frenético. Kiko Moya trae en una tabla de madera una gran bufa, ese embutido ancestral derivado del cerdo que se envuelve en tripa como una gran bola negra. Se le ocurrió al cocinero cuando su carnicero de cabecera le anunció su definitiva retirada. Kiko tomó su receta, sus hierbas secretas y creo una bufa, potra o potrota (que todos esos nombres la distinguen), rellena de pera conferencia. Maravillosa combinación de genio y tradición.

Potrota con pera
Avanzamos hacia los loritos, que así se llaman académicamente los raors, ese pescadito típico de las aguas mediterráneas entre la Marina y las Pitiusas, con forma de salmonete pero sabor de palaya. Los nuestros son dos lomitos perfectamente refritos para que la piel esté crocante pero ligera. Apenas se le acompaña con un suave pesto de hinojo y ortiguillas. Notamos ese punto anisado pero el pescado, su sabor sutil, permanece. ¡Qué importante es saber medir las intensidades en la cocina! ¡Y cuán vulgar puede convertirse el paladar de quienes buscan saturarlo con almuerzos imposibles o hamburguesas rebosadas de salsas y queserías!
Llegamos al final salado. Una lengua de ternera convertida en salami, aderezada por florecillas, salsa de espinacas, grandes taperones y láminas de anficòs, el pepino autóctono. Un plato que no termina de alzarse con la potencia debida. Quizás nos hemos pasado de frenada sutil. Y como final nos deja algo destemplados.
Los postres empiezan. Remontando. Un homenaje a los pozos de nieve, los neveros, típicos de la montaña alicantina de cuando no existían los frigoríficos. Un postre delicioso, de sabor y de concepto. Además, bonito. Se trata de una crema helada de regaliz, con hierbas aromáticas y yogur. Magistral.

Pou de neu, con hielo de hierbas, flores y hleado de regaliz
Terminamos con otra pasión compartida por casi todos los grandes cocineros actuales: el dulce de algarroba. En forma de mole (salsa espesa), con algo de mezcla de cacao, con sésamo negro y un divertido helado de cacahuete del collaret. Se agradece el esfuerzo, por más que nosotros seguimos prefiriendo el chocolate procedente de las Américas y no el del fruto olvidado de los algarrobos.
La comida, sobresaliente.
Crónica de la visita realizada el 25 de julio de 2024.
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