L’Escaleta, de Cocentaina

Alberto Redrado y Kiko Moya.

El sumi­ller Alber­to Redra­do jun­to a su pri­mo, el chef Kiko Moya.

  • COCENTAINA (Ali­can­te)

  • Subi­da a la anti­gua Esta­ción del Nor­te, 205

  • 965 592 100

  • www.lescaleta.com

  • Cie­rra domin­go y lunes.

    Abre a par­tir de las 13 horas, de mar­tes a sába­do; y a par­tir de las 20:30 horas solo vier­nes y sába­do.

  • Menú sabor: 125 € (más 80 € con mari­da­je de vinos)

    Menú saboer: 165 € (más 110 € con mari­da­je de vinos)

    Mesa O en la coci­na: 185 € (bebi­da apar­te); míni­mo 2 per­so­nas

La biblio­te­ca con espe­cias, pimien­tas, los libros y los tro­feos

En el entorno de la montaña (mágica)

Juan Lagar­de­ra

Para que no que­den dudas, empe­ce­mos por un pró­lo­go que nos sitúe en con­tex­to: la madre de Kiko Moya (Kiko, de Fran­cis­co, como su padre), es her­ma­na del padre de Alber­to Redra­do. Son, pues, pri­mos her­ma­nos, ade­más de socios. Sus padres empe­za­ron tenien­do un res­tau­ran­te en el semi­só­tano de una casa de pue­blo en Cocen­tai­na. Hace más de cua­tro déca­das. De ahí lo de la esca­le­ta, para acce­der al tra­ba­jo.

La para­do­ja bio­grá­fi­ca se pro­du­jo cuan­do el hijo del jefe de sala de aquel res­tau­ran­te que ges­tio­na­ba muchas bodas, bau­ti­zos y comu­nio­nes, tras un sta­ge en El Bulli ter­mi­na coman­dan­do la coci­na de la nue­va Esca­le­ta. Mien­tras que el hijo del coci­ne­ro de anta­ño ter­mi­nó sien­do el sumi­ller. Con el debi­do res­pe­to a aque­llos padres pio­ne­ros, lo con­se­gui­do por Kiko a los fue­gos y Alber­to con el vino no tie­ne paran­gón. La coci­na de l’Escaleta, a día de hoy, osten­ta dos estre­llas miche­lin y tres soles Rep­sol. Redra­do, por su par­te, mere­ció en 2014 el pre­mio nacio­nal de Gas­tro­no­mía.

Alber­to Redra­do jun­to a su pare­ja, Vio­le­ta Gutié­rrez de la Vega –hija de Feli­pe, el genial bode­gue­ro de los cas­ta diva de Par­cent–, hacen sus pro­pios vinos en la Mari­na, bajo el nom­bre de Curii. Tie­ne la hon­ra­dez de no ofre­cer­los en su res­tau­ran­te. No entien­do de vinos, pero el úni­co mari­da­je que me ha apor­ta­do sen­sa­cio­nes crea­ti­vas en el pala­dar ha sido el que me pro­por­cio­nó en su día Redra­do. No fue en esta nue­va oca­sión en l’Escaleta, pues lle­va­mos una bue­na reme­sa de gran­des sakes japo­ne­ses –uno de ellos con agu­ja– que el pro­pio sumi­ller nos ayu­dó a valo­rar en su jus­ta medi­da. En cual­quier caso, vale la pena dejar­se acon­se­jar por este pro­fe­sio­nal, dis­cre­to en pala­bras pero con un cono­ci­mien­to extra­or­di­na­rio del asun­to que se lle­va entre cor­chos y bote­llas.

Pase­mos a la coci­na, por­que en la coci­na esta­mos. Toda nue­va, mag­ní­fi­ca, de Xto­ne de Por­ce­la­no­sa. Des­lum­bran­te. Pudi­mos ele­gir la mesa 0, en la pro­pia coci­na. Vale la pena si es posi­ble reser­var­la con tiem­po. Para los pre­ven­ti­vos, dire­mos que está per­fec­ta­men­te cli­ma­ti­za­da y no hay humos ni nada seme­jan­te. Las gran­des coci­nas de hoy en día han deja­do de ser aque­llos espa­cios infer­na­les, con el calor, el humo, los olo­res y las lla­ma­ra­das ense­ño­reán­do­se del sacri­fi­ca­do tra­ba­jo de los coci­ne­ros, a quie­nes nadie, enton­ces, osa­ba lla­mar chefs.

Han pasa­do vein­te años des­de que Kiko se suma­ra a la coci­na de l’Escaleta, un res­tau­ran­te que se mudó hace tiem­po a las afue­ras de Cocen­tai­na, en las cues­tas que te lle­van a las estri­ba­cio­nes de la mon­ta­ña del Mont­ca­brer, al este de la sie­rra de Mario­la. Gra­cias al boni­to y moderno com­ple­jo que han levan­ta­do allí los dos pri­mos, y que siguen ges­tio­nan­do impor­tan­tes even­tos y cele­bra­cio­nes socia­les en esta zona anta­ño indus­trio­sa, han podi­do man­te­ner un res­tau­ran­te con­tem­po­rá­neo, a tra­vés de una alta coci­na que se basa en tres pre­mi­sas: la inves­ti­ga­ción sobre las tra­di­cio­nes y los pro­duc­tos del entorno más cer­cano, el estu­dio para estar al día al obje­to de tras­va­sar tan­to téc­ni­cas como con­di­men­tos a sus pro­pues­tas, y la niti­dez y natu­ra­li­dad con la que Kiko Moya plan­tea su pro­pio rece­ta­rio. Más el vino, por supues­to.

No hay, pues, enga­ños, jue­gos ni deco­ra­dos. Todo flu­ye en la coci­na de l’Escaleta, y casi todo recuer­da a las mon­ta­ñas que nos rodean. No hay tram­pas. Sí expe­ri­men­tos, pro­ba­tu­ras, vuel­tas de tuer­ca. A veces son cami­nos más difí­ci­les, y has­ta pedre­go­sos, pero son dife­ren­tes, úni­cos y sin­gu­la­res. Incon­fun­di­bles, como esos arro­ces en finas latas rec­tan­gu­la­res que ya repre­sen­tan un sello incon­fun­di­ble de l’Escaleta. O el gaz­pa­cho de cere­zas autóc­to­nas, un logro que no aban­do­nan en su car­ta y en sus menús degus­ta­ción, por­que fue un acier­to sobre­sa­lien­te que, ade­más, rin­de sen­ti­do home­na­je y res­pe­to al gran pro­duc­to de las sie­rras ali­can­ti­nas en la Galli­ne­ra. Y lo mis­mo pue­de decir­se de la gam­ba raya­da que pes­can los arras­tre­ros de las lon­jas más cer­ca­nas. Demos cuen­ta, por lo demás, del enor­me cre­ci­mien­to que año a año se obser­va en esta coci­na, posi­ble­men­te en su esta­do de máxi­ma madu­rez des­de que la cono­ce­mos.

Kiko Moya en la coci­na.

El menú del sabor

Nues­tro menú empie­za con unos snacks. Tri­bu­to a la tie­rra jijo­nen­ca veci­na y que dela­tan la sol­ven­cia téc­ni­ca de Kiko. Se tra­ta de una almen­dra relle­na (como las de turrón) y de otro turrón-tor­­ta de almen­dra, pero sala­dos, jun­to a una galle­ta de oreo que en reali­dad es de ajo negro relle­na de ajo­blan­co. La pro­pues­ta tie­ne gra­cia. Tam­po­co mucho más. En cam­bio, otro peque­ño boca­do de que­so fres­co de leche de almen­dras baña­do en acei­te de oli­va nos pare­ció más que intere­san­te, ade­más de sutil y sabro­so, no muy ale­ja­do de la tor­ta del casar de almen­dra de Qui­que Dacos­ta. Acer­ta­do en su peque­ña dimen­sión, ade­más.

Entra­mos a mayo­res con los ape­ri­ti­vos, un con­jun­to don­de bri­lla el eterno gaz­pa­cho de cere­zas ali­can­ti­nas, que gana por golea­da a un sánd­wich de espi­na­cas, muy bien eje­cu­ta­do pero insí­pi­do. Todo lo con­tra­rio del que lla­man “buñue­lo” de holan­de­sa de mos­ta­za, que en reali­dad es un cru­jien­te cir­cu­lar y abier­to, a modo de aro, relleno con esa sal­sa a la mos­ta­za y deco­ra­da con flo­re­ci­tas de las lade­ras cer­ca­nas. Sober­bio ape­ri­ti­vo que nos tras­la­da a las mon­ta­ñas, como cuan­do el genial coci­ne­ro fran­cés Michel Bras envia­ba a los suyos cada maña­na a reco­ger hier­bas y flo­res por los cam­pos cer­ca­nos.

Buñue­los con holan­de­sa de mos­ta­za y flo­res pre­sen­ta­dos sobre un lecho de hojas deco­ra­ti­vas.

Buñue­lo de holan­de­sa con mos­ta­za, flo­res y hojas.

La comi­da pro­pia­men­te dicha empie­za con un exqui­si­to pan a la anti­gua, ama­sa­do con hari­nas pro­ce­den­tes de un tri­go autóc­tono, el far­tó, que han res­ca­ta­do en el valle del Gor­gos, en Jesús Pobre, aun­que este año la sequía ha echa­do a per­der toda la cose­cha. El pan se acom­pa­ña con una fina man­te­qui­lla de sagí (gra­sa de cer­do, como la uti­li­za­da para las ensai­ma­das mallor­qui­nas) y hier­bas sil­ves­tres. De nue­vo, la mon­ta­ña.

El pan con el sachí, man­te­ca de cer­do.

No hay tiem­po para delei­tar­se con tan sen­ci­llo man­jar recu­pe­ra­do. Kiko apa­re­ce, como Dacos­ta, Cama­re­na y Ferruz, con una ven­tres­ca de atún entre las manos. La ins­pi­ra­ción debe estar en el ambien­te, en la mis­ma épo­ca y en lati­tu­des dis­tin­tas pero no muy ale­ja­das. Kiko mues­tra la caji­ta don­de se cura la ven­tres­ca, en un ambien­te salino sin con­tac­to de la pie­za tuni­da con el sodio. Es la mis­ma téc­ni­ca de sus com­pa­ñe­ros chefs, los mejo­res de entre los que ejer­cen en tie­rras valen­cia­nas, pero el con­tes­tano pare­ce apli­car­la de un modo aún más crea­ti­vo. Su pla­to es sober­bio: sobre una base de beu­rre blanc (la sal­sa sua­ve fran­ce­sa de man­te­qui­lla, vino blan­co y cha­lo­tas) con gárum se dis­po­ne la ven­tres­ca cura­da en dados, rema­ta­dos por caviar y lámi­nas finí­si­mas del mis­mo atún, a modo de las­cas de un buen jamón. Extra­or­di­na­ria com­bi­na­ción de pro­duc­to y de tex­tu­ras. Uno de los pocos pla­tos don­de el caviar tie­ne sen­ti­do gus­ta­ti­vo y jus­ti­fi­ca el pre­cio: apor­ta la sali­ni­dad nece­sa­ria y levan­ta la sal­sa de man­te­qui­lla, con la que mari­da his­tó­ri­ca­men­te.

Peque­ña cáma­ra para curar en ambien­te salino.

Ven­tres­ca cura­da de atún sobre garum, beu­rre blanc, caviar, lámi­nas y pol­vo de cora­zón de atún.

No nos hemos recu­pe­ra­do de tan pode­ro­sas sen­sa­cio­nes gus­ta­ti­vas cuan­do Kiko apa­re­ce por la mesa con una mazor­ca cru­da de maíz. Está infec­ta­da, por ese hon­go en for­ma de cham­pi­ñón irre­gu­lar que los mexi­ca­nos lla­man huitla­co­che. Allí se lo comen y lo con­si­de­ran un man­jar. Nues­tro chef, tras un via­je a Méxi­co deci­dió pro­bar. El resul­ta­do es otro exce­len­te pla­to con el hon­go revuel­to con los gra­nos del maíz y una lige­ra sal­sa. Le acom­pa­ña una bebi­da extraí­da del fer­men­to de los pro­pios peli­llos y las hojas que envuel­ven la espi­ga. Maíz del que se ha cul­ti­va­do de siem­pre en nues­tros cam­pos cer­ca­nos a riba­zos, barran­que­ras y mar­ja­les.

Maíz con su huitla­co­che

Nue­va apues­ta de ries­go: una ostra –gui­llar­deau– esca­be­cha­da con zanaho­ria, aza­frán y flor de Jamai­ca. Tenien­do en cuen­ta que nos gus­tan las ostras tal cual, ade­re­za­das con cítri­cos a lo sumo, y vinien­do de dos gran­des pla­tos, no está nada mal esta com­bi­na­ción. Todo está pre­sen­te. La ostra no ha que­da­do des­di­bu­ja­da y nota­mos el res­to de com­po­nen­tes. Tal vez debe­ría ir un poco antes en la secuen­cia sin­fó­ni­ca des­ple­ga­da.

Lle­ga­mos al inter­lu­dio. Lo que se pro­po­ne es una gam­ba raya­da cura­da en sal. La gam­ba está cru­da, está bue­na, pero las com­pa­ra­cio­nes son odio­sas y muy nece­sa­rias en este caso. Está bue­na, aun­que ni de lejos se apro­xi­ma a la subli­ma­ción que supo­ne la gam­ba her­vi­da de gran cali­bre que se nos sir­ve fría en todo su esplen­dor. En cual­quier caso, Kiko mere­ce pro­bar su par­ti­cu­lar camino hacia el cora­zón de ese maris­co inigua­la­ble.

Tras la gam­ba, el arroz, de angui­la y can­gre­jo azul, la espe­cie inva­si­va que hay que comer­se. En la lata rec­tan­gu­lar, ape­nas un grano de arroz de espe­sor. Está bueno, muy bueno. Fun­cio­na como auto­ho­me­na­je, seña­la que segui­mos estan­do en el sobe­rano y anti­guo Rei­no de Valen­cia, patria de los mejo­res arro­ces del mun­do. Y no será el mejor, pero es el suyo, el crea­do por su inte­li­gen­cia apli­ca­da y genio culi­na­rio. Ya va bien.

Arroz en lata de can­gre­jo y angui­la

El arroz fun­cio­na como el des­can­so del gue­rre­ro, como el retorno a la coci­na de don­de todos los valen­cia­nos pro­ce­den. Y da paso a una segun­da par­te que no pue­de empe­zar de modo más fre­né­ti­co. Kiko Moya trae en una tabla de made­ra una gran bufa, ese embu­ti­do ances­tral deri­va­do del cer­do que se envuel­ve en tri­pa como una gran bola negra. Se le ocu­rrió al coci­ne­ro cuan­do su car­ni­ce­ro de cabe­ce­ra le anun­ció su defi­ni­ti­va reti­ra­da. Kiko tomó su rece­ta, sus hier­bas secre­tas y creo una bufa, potra o potro­ta (que todos esos nom­bres la dis­tin­guen), relle­na de pera con­fe­ren­cia. Mara­vi­llo­sa com­bi­na­ción de genio y tra­di­ción.

Potro­ta con pera

Avan­za­mos hacia los lori­tos, que así se lla­man aca­dé­mi­ca­men­te los raors, ese pes­ca­di­to típi­co de las aguas medi­te­rrá­neas entre la Mari­na y las Pitiu­sas, con for­ma de sal­mo­ne­te pero sabor de pala­ya. Los nues­tros son dos lomi­tos per­fec­ta­men­te refri­tos para que la piel esté cro­can­te pero lige­ra. Ape­nas se le acom­pa­ña con un sua­ve pes­to de hino­jo y orti­gui­llas. Nota­mos ese pun­to ani­sa­do pero el pes­ca­do, su sabor sutil, per­ma­ne­ce. ¡Qué impor­tan­te es saber medir las inten­si­da­des en la coci­na! ¡Y cuán vul­gar pue­de con­ver­tir­se el pala­dar de quie­nes bus­can satu­rar­lo con almuer­zos impo­si­bles o ham­bur­gue­sas rebo­sa­das de sal­sas y que­se­rías!

Lle­ga­mos al final sala­do. Una len­gua de ter­ne­ra con­ver­ti­da en sala­mi, ade­re­za­da por flo­re­ci­llas, sal­sa de espi­na­cas, gran­des tape­ro­nes y lámi­nas de anfi­còs, el pepino autóc­tono. Un pla­to que no ter­mi­na de alzar­se con la poten­cia debi­da. Qui­zás nos hemos pasa­do de fre­na­da sutil. Y como final nos deja algo des­tem­pla­dos.

Los pos­tres empie­zan. Remon­tan­do. Un home­na­je a los pozos de nie­ve, los neve­ros, típi­cos de la mon­ta­ña ali­can­ti­na de cuan­do no exis­tían los fri­go­rí­fi­cos. Un pos­tre deli­cio­so, de sabor y de con­cep­to. Ade­más, boni­to. Se tra­ta de una cre­ma hela­da de rega­liz, con hier­bas aro­má­ti­cas y yogur. Magis­tral.

Pou de neu, con hie­lo de hier­bas, flo­res y hlea­do de rega­liz

Ter­mi­na­mos con otra pasión com­par­ti­da por casi todos los gran­des coci­ne­ros actua­les: el dul­ce de alga­rro­ba. En for­ma de mole (sal­sa espe­sa), con algo de mez­cla de cacao, con sésa­mo negro y un diver­ti­do hela­do de cacahue­te del colla­ret. Se agra­de­ce el esfuer­zo, por más que noso­tros segui­mos pre­fi­rien­do el cho­co­la­te pro­ce­den­te de las Amé­ri­cas y no el del fru­to olvi­da­do de los alga­rro­bos.

La comi­da, sobre­sa­lien­te.

Cró­ni­ca de la visi­ta rea­li­za­da el 25 de julio de 2024.

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