Trigo. Material inelástico para la posteridad

Alfredo Argilés

Si pensamos en trigo pensamos en pan. Y aquellos más imaginativos se elevan a las alturas de lo gourmand y transforman los duros granos en pasteles sin cuento, en obleas, almojábanas, milhojas y toda suerte de masas harinosas en los que el azúcar o la miel desempeñan un indiscutible papel.

Mientras, los aficionados a la historia evocan las tortas hechas de grano molido y puesto a tostar después de hecha una masa con agua, entre las brasas o las piedras, al estilo de los asirios y los sumerios en aquellos asentamientos que en Mesopotamia configuraron la humanidad como ahora la conocemos.

Un producto que transformó la forma de vida de la humanidad

El trigo nace creando la agricultura, cuando las cabras y las ovejas que pacían libres y errantes son estabuladas y de esta suerte los nómadas hacen hogar y patria. El trigo primigenio se transforma y educa –dejando en el camino la escanda de la que proviene, que sigue su trazado ecológico que llega hasta hoy– y aun se descascarilla, perdiendo en nutriente tanto como gana en finura y delicadeza.

Con su harina después de la molienda hacen los primeros sedentarios las tortas de pan ácimo, que se prolongan a lo largo de la historia y la geografía, bifurcándose su vida en el momento en que la ciencia o el azar lo mezclan con levadura para dar lugar al pan tal como lo conocemos en nuestras latitudes, hermoso, hinchado, volátil por el carbónico que ha penetrado en sus entrañas.

Fueron los egipcios el primer pueblo que hermosea el alimento que proviene del trigo, lo cuecen en hornos y le dan caprichosas formas que aún hoy nos intrigan, aunque los expertos nos indican que algunas de ellas son exclusivas del linaje del comensal o de la utilidad que se les daba en las ceremonias religiosas, como ofrenda a los dioses, utilidad que pervive, con los oportunos aggiornamenti, hasta hoy.

Son infinitas las veces que el pan aparece en nuestras vidas si somos habitantes de lo que llamamos Occidente. No ha habido cultura ni religión que no lo situase entre sus intocables, y el pan como nutriente de los pueblos se destaca de cualquier otro alimento. ¿Deberemos decir que los griegos y los romanos lo adoraban? ¿Deberemos señalar que en la Baja Edad Media el consumo de pan por persona era superior a un kilogramo diario?

Y que a los economistas se les llenaban la boca –y no de pan–cuando explicaban las teorías sobra la inelasticidad en la demanda, poniendo al producto como ejemplo: por más que suba o baje el precio del pan su consumo permanece casi inalterable.

Parece que esta cualidad de supervivencia le restaría importancia gastronómica, pero no es así. Amén de las masas endulzadas ya referidas, hoy el pan, más elástico, se torna capricho de gourmets, y las combinaciones con otros alimentos que lo completan, mejoran y también desfiguran son incontables: panes con pasas, aceitunas, comino, frutos secos, y dulces… incontables.

Y alguno, más tradicional y cargado de energía, permanece en nuestra cultura: como olvidar el bocadillo cuando el hambre aprieta.

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