Ajo, para construir pirámides y vocaciones

Alfredo Argilés

Fue Herodoto un aclamado historiador que vivió en la Grecia clásica durante los tiempos del siglo V antes de nuestra era. Viajó por el mundo conocido, y fruto de estas visitas resultaron los escritos sobre los pueblos que conoció, entre los cuales se encuentra Egipto. Allí admiró las pirámides, construidas muchos siglos antes, cuando los faraones eran los amos del mundo, hasta que llegó Cleopatra y con ella –y Julio César– el imperio decayó.

Pues bien, Herodoto, que era solvente investigador, indagó sobre la citada construcción, quiénes las habían hecho, qué habían comido y cuánto había costado la habilitación de semejante tropa. El resultado fue inesperado: los trabajadores de empeño tan colosal habían subsistido con rábanos, cebollas y ajos, que les daban el necesario vigor, y en esas sutilezas palatales el faraón Keops había gastado la nada módica cantidad de mil setecientos talentos de plata, cifra que calculamos equivaldría hoy a más de cuarenta y cuatro millones de euros, lo cual nos indica la cotización del ajo en la antigüedad.
A más de un euro el kilo se cotiza actualmente el morado de Las Pedroñeras, cima de la calidad aunque no de la cantidad, que en eso los chinos nos abruman con más de doce millones de toneladas al año.

Los chinos los comen envueltos en los rollitos y guarneciendo y combinando los patos y demás ambrosías de las que tienen costumbre, aunque para nuestro gusto queden sutiles, acostumbrados como estamos a los raciales y fuertes sabores que nos brindan perlas de nuestra más clásica y humilde gastronomía.

Para comenzar unas sopas de ajo, llamada así porque en su contenido brilla la familia alióidea, del género allium, sobre todos los demás. Las verdaderas sopas de ese nombre se caracterizaban por la simpleza de su concepción, que se resumía en el fruto frito y algo requemado, que daba sabor al agua que los cocía y por tanto al pan que anegaban. Y fin.

Con estos sabrosos mimbres se construyeron vocaciones, aunque no pirámides, y los conventos se llenaban con olor al sempiterno ajo nada más el día se hacía presente. Pero claro, el afán de superar lo conocido llega a todas partes, y ahora es costumbre que el caldo contenga trazas de jamón, que el pan sea hecho ex profeso para tal fin culinario, y que hasta se añadan al servir la colación algunos huevos, que se pochen en la mezcla y le confieran las calorías que desconocía.

Y después el ajoblanco, el all i oli, el pesto, la salsa que llaman “a la espalda”, y ese infame manjar compuesto con aceite y perejil que cubre, en los bares de este nuestro mundo, cualquier sepia a la plancha que se precie.

Elemento imprescindible de nuestra cultura logra estar presente en todas las salsas, comenzando por el inevitable sofrito que proporcionará sabor a guisos y más guisos, y continuando con toda suerte de especialidades locales y provinciales, de las que pueden servir como inmejorables ejemplos el ajoarriero, el atascaburras, las gambas y las angulas. Sin ir más lejos.

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