Jamón. Un placer de un animal de bellota

Alfredo Argilés

Del cerdo, hasta los andares. Pero no va a ser por el grácil contoneo de sus caderas, sino por lo torneado de sus muslos que nos dicen: ¡¡cómeme!!, por lo que lo recordaremos.

Los muslos de este animal –curados a la sal y a los aires de la sierra– son en sí mismos toda una industria, imprescindible para los que en ella trabajan e inigualable para los que la consumen, valga la figura retórica. Pero para que tan afortunada conjunción de intereses se produzca será menester que el gorrino pertenezca a una raza que no haya pervertido, a lo largo de generaciones, sus magras y sus tocinos adorando al pienso compuesto; que se haya consagrado a comer la bellota de la encina, y que lo haya hecho paseando por los campos, endureciendo los músculos para que las carnes no queden flácidas y descolgadas.

Cerdos ibéricos.

En una palabra, que sea uno de esos que denomina, al margen de los nombres oficiales y protegidos, pata negra, ibérico, de bellota y de otras varias suertes. Para ello es necesario que, además de poseer la adecuada genealogía, haya nacido en las dehesas extremeñas o del occidente andaluz, haya sido muerto en los fríos meses del invierno, y sus carnes y sus grasas estén debidamente secadas por la acción de la sal, y curadas con el tiempo y el mimo que requiere la sublime operación de la transmigración de los perfumes y los sabores entre todas las partes que componen el objeto de deseo, que así fusionados logran una unidad sápida cercana a la perfección.

Su fama la ha alcanzado al ser comido solo, que no en soledad, por la mañana o la noche, a la hora de la comida o del aperitivo, con tostadas en el desayuno y con vinos finos amontillados a cualquier hora, con seco champagne blanco o rosado, cortado en muy finas lascas, casi traslúcidas, en las que se pueden apreciar los tonos que nos auguran impecable sabor. Las carnes, rojas, sin exagerar; los tocinos, blancos, también sin exagerar, sutilmente amarillentos y enranciados, incardinados entre la magra, en alargadas vetas y produciendo un brillo que todo lo inunda, clara señal de que en su añejamiento la temperatura exterior pretendió fundirlo aunque solo lo ablandó.

Jamón serrano.

No obstante, y pese al crimen que supone desvirtuar sabor como el que ostenta por si mismo, las gentes bondadosas –así sean de exóticos criterios– lo combinan con toda suerte de materiales comestibles, a los que otorga parte de su talento y otro tanto de su lujosa imagen. Así: melón con jamón, huevos con jamón, sofritos para lentejas o jamón con habas y tantísimas más son perversiones que solo se pueden disculpar si el vicio y la adicción por el preciado manjar han llegado a extremos insondables.

Ya que para producir los efectos que nos son tan conocidos de aromatizar y salar, elevar el tono y tesitura de los muy dignos acompañantes en los platos que recitábamos, no es necesario sacrificar la gloria de los campos, tan solo es necesario añadir las virutas de algún primo lejano de ese incomparable, jamón.

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