Alfredo Argilés
Comete un error quien piensa que la riqueza de la ostra se concentra en la perla que pudiera contener, joya que se produce sin más que una mínima arena se deposite en el interior de las valvas molestando al inquilino principal, el cual segrega jugos y más jugos hasta que deja el escrúpulo cubierto y redondeado, como si de puro y fino nácar se tratase.
Porque la importancia económica del bivalvo está en sus carnes, admiradas y consumidas desde la prehistoria según demuestran los miles de caparazones encontrados en diversos asentamientos. Se preguntan los aprensivos quien sería capaz –sin previo conocimiento- de deglutir carnes tan viscosas y de poco aconsejable aspecto, pero es que las hambres en el transcurso de la historia de la humanidad han sido muchas y no constan los fallecidos por comer el producto equivocado. De los que tenemos constancia figuran en primer lugar los griegos, y por supuesto sus continuadores culturales los romanos, los cuales añadieron a la inaudita afición a consumirlas la imprescindible de conseguirlas, para lo cual el arquitecto Orata decidió que era un tanto oneroso tener que buscarlas en el fondo de los mares y que era mejor cultivarlas en algún accesible espacio acuático, idea de la cual surgió la ostricultura en el lago Lucrino –bien cercano a Pompeya- que ha perdurado con éxito hasta nuestros días.
Porque la ostra –con perla o desnuda- se recoge en los mares de todo el mundo, y son famosas las que provienen de Francia, de España, de América o del Japón, países que las engullen con deleite. Para hacerlo, la mayoría no se quiebra mucho la cabeza, y las abre y las ingiere sin más preámbulo ni preparación; otros, añaden al producto en crudo, limón; algunos, vinagre con chalotas; y otros, más exóticos, las potencian con tabasco, lo cual dice bastante de la capacidad del animal para ser agredido sin perder su naturaleza ni el sabor a mar que le acompaña pese a los innumerables filtros y lavados a que la someten los afinadores, para que pierdan bacterias y toxinas, a las que son muy proclives por mor de su alimentación.
Esta gastronomía simple y esencial se acompaña desde hace siglos de otra que pretende hacer con ellas platos complejos. Para ello inventan multitud de procedimientos que se repiten a lo largo de los tiempos. Para demostrarlo no hay como hacer un repaso a los consejos que para su consumo daba libro tan preclaro como “Le Thresor de Santé” biblia médico gastronómica publicada en 1607 en Lyon y compuesta por uno de los más eruditos galenos de la época, según consta en su prefacio, y que las recomienda hervidas con mantequilla, especias y pasas de Corinto, añadiéndoles después mejorana, tomillo, perejil, ajedrea, con cebolla, azafrán y agraz.
Casi lo mismo se le ocurrió al chef Jules Alcitore en 1899, que en su restaurante Antoine de New Orleans las preparó con perejil, ajo, cebolla, alcaparras, mantequilla y pan rallado, a los que añadió algunas gotas de Pernod, dando así lugar a las muy famosas ostras Rockefeller.