Turín, capital de la región alpina del Piamonte, es uno de los secretos mejor guardados de Italia.
Sergio Carbó
La historia, no por más conocida, resulta menos sobrecogedora: el 26 de agosto de 1950 el escritor Cesare Pavese se dirigió caminando desde su casa, en Via Lamarmora 35, hasta el vecino hotel Roma, ubicado frente a la estación de ferrocarril Porta Nova, cuya suntuosa fachada se proyecta hacia el centro de Turín. Le asignaron la habitación 346 y allí permaneció encerrado todo el día. Se sabe que, ya en la madrugada, antes de ingerir una sobredosis mortal de somníferos, hizo cuatro llamadas a otras tantas mujeres desde el teléfono de su pieza. En los tres primeros intentos, si bien sobre este punto concreto circulan diversas versiones, al parecer no obtuvo contestación al otro lado de la línea, mientras que en el cuarto le respondió con frialdad la voz desdeñosa de la bailarina que había conocido semanas atrás. Pavese, un tipo de ánimo sombrío y tendencias melancólicas, acrecentadas por una serie de dolorosos fracasos sentimentales, concluyó su diario, El oficio de vivir, con estas frases escuetas y premonitorias: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”.
En esa misma ciudad de Turín, otro renombrado escritor, Primo Levi, autor de la trilogía de Auschwitz, formada por las obras Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados, en la que narra su escalofriante experiencia en el referido campo de exterminio nazi, así como su posterior y accidentado viaje de regreso a Italia, se arrojó al vacío por el hueco de la escalera de su casa en Corso Re Umberto. Ocurrió en 1987. Cuarenta y dos años no habían bastado para ahuyentar los fantasmas que le perseguían desde el infierno. “Todo se ha vuelto un caos: estoy solo en el centro de una nada gris y turbia, y precisamente sé lo que ello quiere decir, y también sé lo que he sabido siempre: estoy otra vez en el Lager, y nada de lo que había fuera de él era verdad”, dejo escrito.
Fue también trágico el final de Emilio Salgari. El padre de Sandokán y los tigres de la Malasia, el autor de más de ochenta novelas de aventura y de innumerables relatos del mismo género que gozaban del favor entusiasta de un público masivo, sin embargo se vio acosado por las deudas debido a las condiciones leoninas del contrato impuesto por unos editores sin escrúpulos que ganaron una verdadera fortuna a su costa. A sus graves problemas económicos se sumaron adversidades de índole familiar, como el internamiento en un manicomio de su mujer, la actriz Aida Peruzzi.
Desesperado, una mañana de abril de 1911 decidió acabar con sus penurias. Salió temprano de su casa en Corso Casale, un vía ubicada en un barrio popular alejado de la monumentalidad del núcleo urbano turinés, y se adentró en la colinas que bordean el río Po, donde puso fin a su vida mediante el expeditivo procedimiento de rebanarse el gaznate con un navaja barbera. En sus bolsillos encontraron varias cartas. En una de ellas reclamaba a sus explotadores que se hiciesen cargo de los gastos del funeral en los siguientes términos: “A ustedes, que se han enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo les pido que en compensación por las ganancias que les he proporcionado se ocupen de los gastos de mi funeral. Les saludo rompiendo mi pluma”. Su plegaria no fue atendida. En otra de las misivas, dirigida a sus cuatro hijos, confesaba: “Soy un vencido”.
No fueron los únicos escritores turineses, bien de nacimiento, bien de adopción, que decidieron terminar sus días por mano propia en esa ciudad. El poeta y crítico de arte Giovanni Camerana se suicidó en 1905, y lo mismo hizo más recientemente, en 2002, el novelista y periodista Franco Lucentini.
Turín se convirtió igualmente en el escenario del triste y célebre episodio protagonizado por Friedrich Nietzsche, cuando el pensador alemán se encontró en uno de sus paseos con un cochero que estaba azotando brutalmente a su viejo caballo, el cual, exhausto, se negaba a avanzar. Entonces Nietzsche, llorando, se abrazó al cuello del animal y dijo, según cuentan, estas enigmáticas palabras: “Madre, soy tonto”. Después enmudeció durante los siguientes diez años, es decir, hasta su muerte, acaecida en 1900.
Vitalidad intelectual
Lo cierto es que no deja de resultar un contraste llamativo la proliferación de tantas historias tenebrosas vinculadas a literatos en el marco de esta urbe racionalista, ordenada, bellísima y que transmite al visitante una plácida sensación de armonía. Al margen de la posible búsqueda de inútiles explicaciones esotéricas –no hay que olvidar que Turín está considera la ciudad del diablo y del ocultismo, y abundan las leyendas al respecto– la razón más plausible de estos episodios quizá obedezca al simple hecho de que aquí, además de la empresa automovilística Fiat y la pujanza industrial que ello implica, surgió el principal foco intelectual de la historia italiana moderna y ha sido, por tanto, un terreno fecundo para gentes que viven de la pluma.
No es casual que precisamente en Turín naciese en 1933 la legendaria e imprescindible editorial Einaudi, donde trabajó Pavese junto a su amiga la escritora Natalia Ginzburg. El semiólogo Umberto Eco se doctoró en Filosofía en su Universidad, e Italo Calvino, otro ilustre turinés de adopción, nos legó este sugestivo apunte sobre esas dos almas que conviven en la capital de la región del Piamonte: “Turín invita a la lógica y esta abre el camino a la locura”.
Si nos remontamos aún más atrás en el tiempo encontraremos que su historia está íntima e irremediablemente ligada a la dinastía de los Saboya, de origen francés, y que aquí se fraguó el fermento ideológico de Il Risorgimento, germen fundacional del complejo proceso que daría lugar, a finales del siglo XIX, a la unificación de Italia, cuya primera capitalidad correspondió a Turín.
El legado de toda esa impronta, de esa vitalidad intelectual, se aprecia todavía hoy en sus calles del centro, en su atmósfera nórdica y en la solemnidad palaciega de su arquitectura. Bajo los soportales, una de las señas de identidad turinesas, que enmarcan los contornos de Via Po, se suceden puestos de libros de viejo muy bien dotados y las frecuentes y magníficas librerías que pueblan la ciudad constituyen casi una rareza en un mundo donde, por desgracia, los libros llevan camino de convertirse poco menos que en piezas de arqueología.
Orgullo del pasado
Esta urbe con sabor a otro tiempo ha sabido conservar su esencia aristocrática y mostrarla con orgullo, pero sin ostentación. Tal vez debido a esa aura discreta y a las resonancias mitológicas de otros lugares de Italia que actúan como grandes polos de atracción, Turín ha conseguido, hasta la fecha, librarse del asedio de las hordas de turistas e, incluso, esas mismas multinacionales que están presentes en todas partes con sus tiendas y negocios clónicos todavía no han arrasado ni la fisonomía ni la idiosincrasia comercial turinesa, lo cual es de por sí todo un lujo en este planeta globalizado.
Ese espíritu conservacionista, del que nuestra sufrida Valencia tendría tanto que aprender, permanece muy vivo en sus confortables cafés, auténticas reliquias de otra época que continúan en pie y siguen siendo tan acogedores como debieron serlo entonces. El Café Bicerin, fundado en 1763 y cuna del famoso y delicioso brebaje del mismo nombre, compuesto de café, nata y chocolate caliente; el Café Platti, abierto en 1875 y donde acudía a escribir Pavese; o el Fiorio, que data de 1780, son de visita obligada para cualquier amante de un sentido de la vida más amable y sosegado que el impuesto por el criterio de aceleración hegemónico en nuestra era.
Barolos, barbarescos y trufas blancas
En una ciudad tan afrancesada y de alto poder adquisitivo, en un país con una tradición gastronómica tan rica, el arte del buen comer ocupa a la fuerza un lugar destacado. Sus manifestaciones más genuinamente piamontesas, donde se detecta la influencia de las cocinas galas y centroeuropeas, pueden degustarse en restaurantes como Tre Galline, Consorzio o Porto di Savona. Si se prefiere optar por una línea más contemporánea el lujoso Del Cambio, que ostenta una estrella Michelin en su palmarés, es una alternativa segura. Y tampoco conviene perder de vista la golosa repostería que puede encontrarse casi en cualquier esquina.
Mención especial y destacadísima merecen los vinos de estas tierras, así como la muy apreciada trufa blanca del Piamonte (Alba) y una gran variedad de quesos. A partir de la uva nebbiolo se elaboran los vinos de Barolo y Barbaresco –dos zonas piamontesas– que se han convertido con todo merecimiento en dos de los principales buques insignia de la potente armada vitivinícola italiana.
Por tanto, y por todo eso, los encantos que esconde esta ciudad son múltiples y no se ciñen únicamente a los que están reservados para fetichistas y mitómanos de la literatura. Turín es la gran tapada de Italia y uno de sus secretos mejor guardados.
Información sobre Turín
Vuelos semanales directos Valencia-Turín: salida el miércoles y regreso el sábado.
Restaurante Del Cambio: cuenta con una estrella Michelin. Piazza Carignano, 2
Restaurante Tre Galline. Via Gian Francesco Bellezia, 37
Restaurante Porto di Savona. Piazza Vittorio Veneto, 2
Restaurante Consorzio. Via Monte di Pietà, 23
Café Al Bicerin. Piazza della Consolata, 5
Café Platti. Corso Vittorio Emanuele II, 72
Café Fiorio. Via Po, 8
Museo Egipcio. Via Accademia delle Scienze, 6
Museo del Cine: Via Montebello, 20