Sirviendo la cazuela.
El salón naíf de los grandes vinos y el mejor producto
Juan Lagardera
La Xara es una pequeña población cercana a Dénia, dependiente de ésta aunque como entidad menor, es decir, con elección directa del alcalde por sus habitantes, que no llegan a 2.000. Es un pueblo deslavazado en lo arquitectónico pero que podría ser encantador, encaramado el paisaje al macizo del Montgó. Lo demuestra su restaurado campanario de estilo neocolonial, la iglesia con arquerías de medio punto y una reciente y deliciosa urbanización, Ca la Xara, promovida por Salvador Benlloch. Se pueden hacer muy bien las cosas si se tiene sentido y sensibilidad, como proclamaba Jane Austen durante el romanticismo británico.
Pues bien, en este pequeño pueblo, donde existen buenas panaderías, un gourmet exquisito, gemólogo de profesión, adquirió una planta baja esquinera que se había ocupado como almacén de vinos para transformarlo en el sueño de su vida: tener un restaurante propio con el mejor producto posible, no importa que hubiera que traerlo de las lonjas gallegas, las almazaras andaluzas o de los pastos de León o Asturias. Su pasión por el vino español y los champagnes franceses hizo el resto.
Ese restaurante se llama El Racó de la Xara, y lo gobierna Teodoro Pozo, Teo, personaje que conoce y se conoce en toda la comarca por su carácter dicharachero y por ser habitual y excepcional cliente de los mejores restaurantes de la Marina, uno de los grandes territorios culinarios de nuestro país.
El espacio de este racó, los espacios, mejor, no dejan de sorprender nada más subir los peldaños que conducen a sus salas y salones. El vino está presente por cualquier parte, formando bodegones y conjuntos decorativos o custodiados en sus frigoríficos especiales a la vista de la clientela. Está claro desde el primer golpe de vista que aquí se bebe muy bien. Incluso existe un comedor privado que sirve de sala de catas. La cristalería es excepcional, con copas finas del reconocido artesano austríaco Kurt Josef Zalto.
Hay diversos salones y, en una de las esquinas, una barra de coctelería. Accediendo a un comedor más amplio se puede comer con la cocina a la vista, y junto a la cabeza disecada de un gran buey, uno de los últimos ejemplares de este mítico animal, cuyos chuletones ya hace años que desaparecieron de la circulación culinaria, suplantados por los de las vacas viejas.
Cuadros de gran tamaño con marcos historiados, paisajes y collages con gambas y otras figuras alegóricas, decoran los espacios junto a enormes mesas y mobiliario de anticuario. Un restaurante de aspecto singular, cercano a lo naíf, diferente que, por momentos, desconcierta.
El producto reina en la oferta
La carta da cuenta de una propuesta contundente. Buenos aperitivos, una oferta medida de cuchara y grandes carnes y pescados para cocinarlos a la parrilla. Se combinan, como he referido, moluscos gallegos con gambas mediterráneas, grandes pescados cantábricos con ejemplares de roca, y lo mismo ocurre con las carnes, del chuletón vacuno a la paletilla de cordero. La experiencia es irregular, con picos muy altos y tonos algo más bajos, porque la cocina vive supeditada a la llegada de los suministros en un lugar apartado del mainstream gastronómico.
Gobierna Teo, que inspecciona el género y afina los cocinados que se van a proponer. Sabe comer muy bien. Así, por ejemplo, los entrantes que probamos, aunque se presentan sin la parafernalia adecuada, resultan sorprendentes por lo buenos y sabrosos. Como su ceviche de gambas rayadas de la lonja de Denia y vieiras, muy bien sazonado, y lo mismo ocurre con el gazpacho de fresa en temporada que nos sirvieron. O la vichyssoise de puerro y pera con albahaca refrita, finísima. El pan y los aceites que pueden acompañarlo también están bien seleccionados. Uno puede elegir, y ya era hora que un restaurante así lo dispusiera, entre diversos aceites, desde un excelente Subbética al insólito Oligarum de Jávea o el ya reconocido Lágrima de Segorbe.
Buenas gambas hervidas, buñuelos de brandada de bacalao y percebes fresquísimos, aunque estos últimos se sirvieron ligeramente sobrecocidos. Probamos también unas almejas escupiñas, de aspecto exterior parecido a un berberecho estriado y marrón de mayor tamaño (más de 5 cm), de carnes tersas y gustosas, parecidas a las de las canaíllas pero más lujuriosas. Estas escupiñas son las mejores almejas que hemos probado, superiores a las de carril y a las finas o malagueñas. Sorprendentes escupiñas que en Galicia se conocen como moelos.
Sirvieron su reconocida tortilla con gambas y caviar. El plato está rico, pero no justifica desde nuestro punto de vista el uso del caviar. Somos de la opinión que el caviar solo resulta una experiencia sápida sublime que argumente su precio si se toma en grandes cantidades, y a ser posible a cucharadas o como les gusta a los rusos, con blinis untados en mantequilla. Una cucharadita de caviar para acompañar cualquier otro plato es como un brindis al sol. La tortilla estaba buena, faltaría, entre otras razones porque Teo se hace traer los huevos de una granja especial de Galicia, donde se crían las mejores ponedoras silvestres del país.
De los tres platos de cuchara que proponen en carta dimos cuenta de los tres. El guiso marinero de urta, patata y gambas, más que correcto y sabroso. Los callos con garbanzos pedrosillanos y chorizo (sin morcilla), bien de cocción, pero saturados de pimentón del chorizo y sin colágeno por exceso de limpieza. Las pochas con perdiz, muy, muy sabrosas, dado que el pájaro procede de la caza, y se nota.
Terminamos la comida con una exquisitez, una chuleta de cerdo ibérico, procedente de las dehesas que custodia la firma valenciana Extrem en el suroeste peninsular y que se cura al modo de los jamones. La chuleta es todo un deleite, con un sabor cercano a las chuletas alemanas ahumadas –las sajonas–, pero infinitamente más refinada, cuya grasita resulta deliciosa y hasta sutil. Acompañada de unas patatas fritas excelsas y una innecesaria verdulería a la plancha sin gracia.
A los postres, un flan que llaman “de arte”, sublime –de nuevo los huevos gallegos–, y una extraordinaria tarta de queso, sin azúcar, solo quesos. Rematado todo por un arroz con leche muy bueno aunque esta vez sí, con su dosis azucarada y caramelizada. Notable café y extraordinaria bodega. Abrimos con un vermut elaborado a partir de un fondillón –Luis XIV, de Toneles Centenarios, en Cañada– y para las ocasiones probamos un champagne rosé francés de primera –Delamotte–, un sorprendente blanco –el Arbui, de precio irrisorio– que han creado las bodegas alicantinas de Alejandro en Manyà muy cerca de Monóvar, un tinto del que no me acuerdo porque estaba en plena fijación culinaria –Victorino, de Toro– y una buenísima mistela de Gata de Gorgos –Llàgrimes d’Or–. Lo dicho, una experiencia tan sorprendente como naif y bien sabrosa. Con más altos que bajonazos, pero con honestidad y sin fraudes. A poco que se articule, puede dar grandes faenas de gloria.
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