Javier Alguacil y Julia Lozano.
Señores y reinas del opíparo mar
Juan Lagardera
Javier Alguacil posee el semblante del hombre bueno. Y trabajador. Todas las tardes entre semana coge su furgoneta repintada y acude a la lonja de Dénia. Allí siempre compra lo mejor. Paga lo que sea necesario y se lleva las celestiales gambas rayadas, enteras, de gran calibre, las que hay que buscar una hora más de navegación, hasta el fondo del gran canal rumbo a Ibiza. Pero también adquiere pescado fresquísimo, marisco y cuantas maravillas pueda traer a puerto la flota dianense.
Alguacil empezó a trabajar de adolescente, en la España desposeída de entonces. A los quince años andaba empleado en un hostal de Sierra del Segura (vecina de la de Cazorla, los montes que separan Jaén, Almería y Murcia), y allí conoció a un desaforado aficionado a la caza que solía acudir por aquellos parajes: Pepe Piera.
Pepe había heredado en Dénia el restaurante de sus padres, El Pegolí, donde servía arroces a banda sin descanso y había formulado uno de los mayores logros de la cocina mediterránea (universal a mi modo de ver): hervir la gamba rayada, la que lleva el nombre de Dénia, con agua de mar, cortándole con frío la ebullición para servirla a temperatura ambiente. Y si no lo descubrió él, desde luego fue su primer y gran difusor.
En verano la Sierra era menos atractiva para el empleo, pero junto al mar las oportunidades laborales se multiplicaban. Así que Javier aceptó la oferta y se asentó en El Pegolí de las Rotas. Allí estuvo en el servicio de sala doce o trece años, pero en medio de ese periplo se echó novia en el pueblo jienense y se casó. Julia Lozano le acompañó a Dénia, trabajó en las cocinas del Pegolí también un par de temporadas y en otros restaurantes de la costa como el holandés Hero. En Dénia nacieron sus tres hijos, todos varones: Javier, Alejandro y Sergio.
Alguacil dejó a Piera y trabajó incluso de jardinero, hasta que con los hijos ya en la escuela surgió la oportunidad de quedarse un local en las mismas Rotas, a menos de cien metros del Pegolí aunque ligeramente retranqueado respecto del mar. Daba igual, era una oportunidad de oro y no la desaprovechó. Para entonces el Pegolí ya no era el referente culinario de Dénia. Otros dos cocineros foráneos como Tomás Arribas o Quique Dacosta, y gente autóctona como Fernando Marí, Jaime Gavilá, Miquel Ruiz o Federico Cervera habían revolucionado a gran escala la cocina dianense.
Han transcurrido más de veinte años desde que Javier y Julia abrieron El Faralló en marzo de 2001, con una denominación valenciana, el nombre que reciben los atolones de piedra o peñascos que aparecen en el mar cerca de la costa, como en las Rotas. Javier ha ido gestionando el negocio, las compras y la sala; Julia ha afinado su cocina con mano e inteligencia. La gamba ha sido siempre su enseña y el arroz el complemento perfecto que buscan casi todos los clientes. Sin arroz como que no hay una buena comida en la costa levantina. Siempre les ha acompañado, además, el aceite de su tierra, de la picual que aflora en la Sierra del Segura.
Poco a poco, El Faralló ha ido conquistando a todo el mundo. Por aquí han pasado los mejores cocineros del país atraídos por la leyenda de sus gambas, turistas, veraneantes y playeros, pero también empresarios que han sabido cerrar buenos negocios alrededor de las sedosas y dulzonas cabezas de las gambas rayadas. Poco a poco la sala ha ido ganando en elegancia, como la cubertería, la ligerísima cristalería y la vajilla… Se ha hecho más confortable la terraza, cómodo el párking y segura la zona de juegos para niños. Desde hace un tiempo, una gran gamba en acero corten, pintada, recibe en la entrada a la clientela que ya sabe lo que le espera.
Siempre que he venido no he podido dejar de pedir las gambas y el arroz, el del senyoret que Alguacil llama del Faralló, y el de pulpo y sepia. Secos, magníficos, en su punto perfecto de cocción y sabor limpio, con un producto de primerísima calidad y unos fondos profundos, pero no cargantes en exceso. No hace falta añadir ningún alioli potenciador. Esa salsa la devoras con el pan mientras esperas al festín.
Pero la carta guarda muchísimas más cosas, todas basadas en productos estrella y en una cocina sencilla que se remata con su aceite, picual pero no intenso, elegante, sin perturbar el sabor original de los frutos del mar.
Los sepionets a la plancha, las modestas clotxinas al vapor, la ligera fritura de las puntillas (con una delicada mayonesa), el hígado de rape que aquí llaman el foie del mar, en fin, constituyen todo un opíparo festival para el paladar. Pero las cosas pueden ir a mayores si le echan coraje y ambición. Alguacil, por ejemplo, siempre conserva en el acuario zapatas o zapatillas de mar (también llamadas cigarras o cigalas de fuerza o reales), un crustáceo endémico de concha dura y rugosa que parece extraído de la era de los dinosaurios, pero que se alimenta de suculentos banquetes marinos a base de navajas, lapas, erizos, caracoles de mar… de todo lo que encuentra en los fondos rocosos donde suele habitar.
Sinceramente habría que vedar la pesca de la zapata marina para evitar su extinción, pero mientras tengan la posibilidad de probarla, no lo duden: abierta en dos y a la plancha, más el aceitito andaluz, y no hay color, es mucho más sabrosa, más dúctil y agradable que la langosta. Un extraordinario bocado.
Pero aquí no acaba la fiesta. En El Faralló también sirven pescados de primera. Por ejemplo, unas palayas peludas que solo encontrarán en este lugar (no tan suaves como las pequeñas, pero son rarezas), unos lenguados que ni en Francia y, en especial, los mejores gallos sanpedros que se puedan comer a día de hoy, fresquísimos y, si las hay, con sus huevas, un manjar también exquisito y poco frecuente, con una textura inigualable, blandita pero tersa, con cientos de bolitas semicrujientes. En su justa plancha son deliciosas, más suntuosas que las de merluza o mero. Y su precio no tiene nada que ver con las del sobrevalorado esturión.
Los postres también han mejorado lo suyo, con sorbetes exóticos como el de jengibre (muy saludable), o un buen milhojas y una perfecta crème brûlée (la hermana vainilla de la catalana). De la bodega, en cambio, no les puedo hablar porque me niego a comentar nada de vinos no teniendo una idea cabal del tema. Pregunten a otros que se aficionan a la enología.
La gran noticia del Faralló, sin embargo, es la incorporación de toda la saga familiar al negocio. El mayor Javier (arquitecto) ayuda cocinando arroces junto a su madre durante los fines de semana del verano que es cuando el restaurante siempre está completo. El mediano, Alejandro, se ha incorporado dinamizando la sala con su desparpajo. El pequeño, Sergio, con apenas veinticinco años, ha decidido ser chef. Quiere aprender y lo hace. Ha estado en un largo stage en el Celler de Can Roca, e introduce pequeños detalles en la carta, como una soberbia ensaladilla rusa casi artesanal: corta en trocitos minúsculos la patata con un poco de zanahoria, mayonesa suave y ligeros toques de tirabeque en crudo, más dos o tres cuerpos de gambas de calibre pequeño y sus cabezas decorando el platillo. Una de las mejores rusas que hemos probado en los últimos tiempos gracias a esa delicatesen de los pequeños cubitos de patata…
Lo voy a escribir en serio y para que todos se enteren. El Faralló ha alcanzado un nivel de excelencia en la cocina de producto impensable hace unos años. Ahora que los chefs del mundo se entusiasman con asadores como Etxebarri (4º mejor del mundo) o Elkano (22 del mundo), este restaurante que se anuncia con la sencillez “de la cocina dianense” merece considerarse como un grande. Merece estrellas michelines y repsoles, merece estar en el santuario de los mejores, porque comer aquí, aunque estemos a dos pasos del mar, es como comer en el cielo. Su cocina es respetuosa y sabe sacar al mejor producto todo su potencial. Con los fuegos y las planchas abasteciendo del orden de setenta a ochenta comensales los servicios que completan su aforo. No es sencillo. Y si los inspectores y críticos no lo ven es que la creatividad de la alta cocina les ha fundido las neuronas. Si El Faralló estuviera en Marsella, en Saint Tropez o Cannes, por ejemplo, hace tiempo que le habrían distinguido con la medalla de la república gastronómica francesa.
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