Dátil. Placer de dioses

Alfre­do Argi­lés

Los segui­do­res del códi­go de Ham­mu­ra­bi, en gene­ral hijos de Meso­po­ta­mia, esta­ban al corrien­te por los escri­tos de su rey de que los dáti­les tenían dos espe­cia­les uti­li­da­des: se comían y tam­bién se bebían, con­ver­ti­dos en alcohol según las téc­ni­cas cer­ve­ce­ras de la épo­ca. Pero ante todo los comían, en espe­cial los dio­ses, que según cuen­tan con­su­mían con inago­ta­ble ape­ti­to los cua­tro­cien­tos cin­cuen­ta litros de estos fru­tos que reci­bían todos los días de sus fie­les. Anu, Antu, Ish­tar y Nanaia, dei­da­des todas resi­den­tes en el mag­ní­fi­co tem­plo de Uruk, se sola­za­ban con su dul­zor, aun­que sin duda algu­na par­te de la dádi­va la come­rían sus fie­les sacer­do­tes. Así lo seña­lan las tabli­llas seleú­ci­das, que es tan­to como decir la cró­ni­ca de los hechos acae­ci­dos tras el impe­rio de Ale­jan­dro Magno.

Debían estar oron­dos los dio­ses y las dio­sas, y sus ser­vi­do­res, habi­da cuen­ta del alto con­te­ni­do ener­gé­ti­co del pro­duc­to en cues­tión, que era capaz de ali­men­tar a un beduino duran­te tres días con la sen­ci­lla fór­mu­la de comer un día la piel, al siguien­te la car­ne y el ter­ce­ro el hue­so, de for­ma que con lige­ro equi­pa­je podían des­pla­zar­se los seño­res del desier­to a la bús­que­da del oasis per­di­do. Eso refie­re la his­to­ria o la leyen­da, que tan­to da.

No es lo mis­mo, pero si es igual: el dátil es a la cul­tu­ra ára­be lo que algu­nos cerea­les a la nues­tra. Los habi­tan­tes de aque­llos luga­res lo tie­nen en un pedes­tal ya que logró sacar­los del ato­lla­de­ro de las ham­bres cuan­do debían des­pla­zar­se a tra­vés del desier­to con­tan­do con sus solas fuer­zas más la leche de sus reba­ños… y los dura­de­ros dáti­les. En Per­sia los ado­ra­ron, en Ara­bia Sau­dí los comie­ron como base de su sus­ten­to, y en Egip­to, adon­de lle­ga­ron por la ruta que vie­ne del Paraí­so Terre­nal, se toma­ban como fru­ta y fuen­te de dul­zor, por lo que nun­ca se olvi­da­ba situar­los en las cáma­ras fune­ra­rias, por si en la lar­ga noche de los tiem­pos el difun­to tenía un anto­jo.

La coci­na ára­be, y como con­se­cuen­cia la his­pa­na depen­dien­te de aque­lla cul­tu­ra los uti­li­za sin pudor, tan­to en pla­tos dul­ces como sala­dos, tenien­do estos como para­dig­ma el Hut bu-Etob marro­quí, que aglu­ti­na en un mis­mo ser los pes­ca­dos y su relleno, que no son otros que los dáti­les. Admí­re­se la rece­ta que nos des­cri­be Alan David­son en su libro de coci­na del mar Medi­te­rrá­neo: Tóme­se una sabo­ga –casi un sába­­lo- muy gran­de y vacíe­la de sus vís­ce­ras, relle­ne unos dáti­les con sémo­la, almen­dras pica­das, azú­car, man­te­qui­lla y jen­gi­bre. Intro­dúz­ca­los en el cuer­po de la sabo­ga, para ser asa­dos jun­tos y comi­dos uno al lado de los otros, bien espol­vo­rea­dos con cane­la.

En nues­tro entorno los toma­mos solos o en com­pa­ñía de otros fru­tos de su esti­lo, a no ser que nos decan­te­mos por la temi­ble solu­ción de enro­llar sobre sus cuer­pos la livia­na cor­ta­da de bacon y así dis­pues­tos fria­mos el ani­ma­do con­jun­to. Exó­ti­co ape­ri­ti­vo para todo bau­ti­zo, boda o comu­nión que se pre­cie. Y eso que dice la cien­cia, y la tra­di­ción, que nues­tro pal­me­ral de Elx sobre­pa­sa en anti­güe­dad a las inva­sio­nes que vinie­ron del sur.

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