Alfredo Argilés
Cuentan las crónicas que una de las primeras noticias que tenemos sobre el cacao se la debemos a Benzo, soldado español en tierras de Moctezuma, que cuando probó la bebida que con sus granos se fabricaba exclamó: “Más apropiada es para tirarla a los cerdos que para ser consumida por los hombres”.
Dicen que los buenos principios presagian malos finales, y su opuesto debe ser igualmente cierto. Los españoles, que no solo el tal Benzo, tomaban el cacao preparado por los indios y se hacía cruces de cómo podían beberlo los indígenas con la fruición que lo hacían, y aún más pensando que añadían a la cocción picantes chiles, pimienta o harina de maíz, que como se sabe es un magnífico espesante.
Sin embargo, de forma diferente pensaban cuando lo sometían al juicio de la economía ya que en la época de la conquista de las Indias los granos de cacao eran oro de ley y se utilizaban como moneda en las transacciones comerciales. Tal es así que Cortés, guerrero con ambiciones políticas, solicitó como regalo al todopoderoso rey azteca un terrenito en Maniatelpec, en el que casualmente se cultivaba el mejor cacao y que actuaba para él como banco emisor de moneda convertible.
Más para su triunfo gastronómico era preciso que el cacao se convirtiera en chocolate, lo cual lograron los españoles adicionando al mismo una buena cantidad de azúcar, amén de trabajar los granos para hacer de su cocción una bebida apta a sus paladares. De esta forma el chocolate se exportó a España, y de allí en un rápido progreso a las nobles mesas de Italia, de Francia, de Alemania y de Inglaterra, que ven como la bebida los cautiva, a la vez que la adornan, como es norma, de toda suerte de poderes curativos y erógenos, con lo cual el éxito queda asegurado.
“El chocolate líquido se consumió por doquier solo o como gustoso apoyo en el que mojar las innumerables pastas”
Por algunas de estas virtudes su posición en los conventos se torna regia, ya que es capaz de producir energía sin romper el ayuno –conclusión a la que se llega después de las consabidas discusiones tan teológicas como bizantinas- lo cual es determinante para que el clero lo consuma a toda hora. Su influencia en la sociedad civil fue notable, y el chocolate líquido se consumió por doquier solo o como gustoso apoyo en el que mojar las innumerables pastas que para el evento se adecuaron, llámense churros o porras, azucarillos o mostachones.
Las chocolaterías proliferaron por doquier, las principales fábricas de porcelana adecuaron sus jícaras y tazones, el pueblo se adueñó del invento para bebérselo en las reuniones sociales de media tarde y los postres desde entonces fueron más oscuros y sustanciosos, densos como una crema, sutiles como un aroma.
Pero las modernas técnicas llevaron a modificar el gusto de los aficionados, no tanto en el producto sino en su forma de consumirlo, y ahora el chocolate se supone formando tableta y enriquecido su sabor por mil y una aportaciones frutales: con avellanas, con nueces, con almendras o pistachos por parte de los frutos secos, y con naranjas o mandarinas e incluso con jengibre y con wasabi para los más exóticos.