
El lujo silencioso
David Blay
Se queja todo el gremio hostelero de que hoy día es muy complicado encontrar personal, ya no solo cualificado, sino implicado en un proyecto gastronómico. La pandemia y la generación Z han cambiado los equilibrios de tiempo laboral y privado. Y han desdibujado una profesión marcada por el servicio al cliente, aunque en ocasiones sea a costa propia.
En la era de los interiorismos «instagrameables», los platos clónicos, los precios disparados y la proliferación de bebidas desalcoholizadas, apenas quedan reductos en la ciudad donde disfrutar sin estridencias de buen producto sólido y líquido. Pero, sobre todo, de una sala discreta, amable, conocedora del comensal y sabedora de que aquellas comidas que se alargan garantizan futuras visitas.
Alejandro Mengual nunca se ha caracterizado por hacer ruido. Pero, para quienes lo conocen desde hace años o lo descubrieron hace poco tiempo, se trata posiblemente del último vestigio de la gran sala valenciana criada en locales como Austria 7 o Barcas 7. Una persona correcta, educada (y, con confianza, socarrona) que es capaz de recomendar y acertar en base a los gustos de la mayoría de sus visitantes.
Si queda alguien todavía que no haya pisado La Vid, se accede por un pasillo donde se exhibe la sorprendente bodega que alberga. Posiblemente, una de las más eclécticas de la urbe. Y visitada continuamente por personas que aprecian champagnes, vinos o whiskies que apenas pueden encontrarse en otros lugares de la capital.
A partir de ahí, podríamos pensar que nos ubicamos en una propuesta de finales del siglo XX. La decoración es sobria, la cocina queda abierta pero al fondo y los dos espacios se separan por una mampara, con un gran privado casi escondido en un rincón. Manteles blancos, cambios de cubertería y dos camareros que se mantienen en el tiempo completan el primer cuadro a la vista.
Y sin embargo, pese a la sobriedad reinante su propuesta sigue sorprendiendo. Quizá no por innovadora, sino por mantener el estándar de calidad alto desde hace muchos años y continuar encontrando joyas gastronómicas entre la dificultad del crecimiento que ha experimentado Valencia en la última década.
Hay varios clásicos que nunca deben dejar de pedirse. El montadito de steak tartar con huevo de codorniz, los berberechos a la brasa, las mollejas de ternera y las ostras francesas. Y, en ese momento, plantear si se busca disfrutar de platos de cuchara, arroces, pescados o su gran especialidad: las carnes.
En el primero de los casos, las verdinas con zamburiñas y la paella tienen poca fama externa respecto a restaurantes más especializados, pero están cocinadas con excelencia y llamarán la atención de quienes no contemplaban estas opciones. Al igual que en el caso de productos del mar, con un bacalao a la brasa que no necesita siquiera cuchillo para partirse en lascas.
Pero es en la vaca y el buey donde destaca sobremanera. Primero, por apostar por las carnes de Juan Antonio Gandía, su proveedor desde que abrió el local. Y después por la variedad que ofrece, que van desde el espectacular solomillo al chuletón de vaca gallega madurada o el entrecot de Angus.
Quien haya visto la serie «Succesion» sabrá que la tendencia hacia el lujo silencioso incluye ropa y complementos sin la marca visible, pero con un valor mucho más alto del percibido inicialmente. Y esa es, sin duda, la principal característica del Asador La Vid. Aunque Alejandro diga que en tres años lo deja.
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