Felicia y Ausiàs ante la fachada de su restaurante.
Cocina de contrastes a la conquista del futuro
Juan Lagardera
Todo presiente una atmósfera de entusiasmo, de apuesta por el futuro. Un restaurante nuevo, un joven cocinero que no ha cumplido ni de lejos la treintena, sus jovencísimos compañeros de sala, un local recién instalado, apenas unas semanas abierto al público y una joven cocinera con un hermoso embarazo que espera salir de cuentas en breve. El entusiasmo de la primera aventura culinaria propia y empresarial de una pareja de cocineros. Uno de esos momentos irrepetibles.
Allí fuimos, atraídos por el brillante currículum de Ausiàs Signes Mahiques, natural de Barx (sí, el mismo Barx donde empezaron Ricard Camarena y Mari Carmen Banyuls). Su abuela regentaba la cocina en el restaurante del hostal El Romeral de este pueblo, en la zona arqueológica y veraneante de la Drova. Y tal vez por eso, cuando dejó los estudios de ingeniería agroalimentaria y se fue a estudiar a la escuela de alta cocina Le Cordon Bleu de Madrid, declinó hacia la pastelería. Le vio más campo de desarrollo, más futuro y posibilidades. Allí conoció a Felicia Guerra, venida desde Nicaragua para estudiar las artes culinarias. Pasó por el Moulin Chocolat de Madrid y por el antiguo Jockey convertido en Saddle.
Ausiàs se fue pronto de pastelero a Huesca, al bistró Tatau en la capital del alto Aragón, un restaurante con una estrella michelín. Y empezó a despuntar y se hizo el jefe de la pastelería. En 2021 gana un premio al mejor pastel de chocolate (el prestigioso Valrhona de Barcelona) y en marzo de 2022 un jurado presidido por el gran maestro Paco Torreblanca lo proclama mejor pastelero de Madrid Fusión. Apenas tiene entonces 26 años.
Luego vino la boda y el regreso al Mediterráneo. Le dieron vueltas a varias posibilidades hasta que encontraron el local adecuado. Una casa de pueblo en el casco viejo de Pedreguer, cerca del mercado y el ayuntamiento, en el corazón de la Marina, ese lugar mágico que concilia el mar y la pequeña montaña, con huertas y marjales, donde se cultivan vides y cereales casi desde tiempos prehistóricos.
El Ausiàs Restaurant nos recibe con la fachada en azulete y el interior a media luz. Hay un póster gran tamaño de la histórica exposición de Miquel Barceló en el IVAM de 1995 con un pimiento rojo, tomates y cebollas. Junto a la bodega, cuya carta no puede ser más original y explorable: una veintena de blancos, incluyendo borgoñas y chablis, además de vinos dulces (del genial y cercano Gutiérrez de la Vega), generosos (atención a un moscatel seco también de la bodega de Parcent) y rosados (nos quedamos con las ganas de probar un Le Puy maridando arroz). Los tintos son un reto, son todos vinos poco conocidos, muy personales, con abundantes caldos franceses e italianos y una especial apuesta por els Alforins (un Safrà de Pablo Calatayud, y un Sensal de Javi Revert). Declaración de intenciones. Hasta en la cristalería: los vasos de agua, italianos con detalles de color; las copas de vino, maravillosamente ultraligeras, Spiegelau.
A la que sigue, ya en la mesa, un pan recién horneado con las harinas autóctonas del molino de Jesús Pobre (donde han recuperado variedades de trigo como el rojal, los amorós o el fartó), que no sirve para el bocadillo del almuerzo sino para mojar aceite elaborado con aceitunas valencianas, un coupage de villalongas y blanquetas de suave y persistente sabor.
El menú largo comienza con tres aperitivos donde Ausiàs muestra ya su pericia pastelera. Una oblea, una tartaleta y un pastelito, de pasta finísima y una seguida proclamación de intereses: la refinada incorporación a la cocina de flores y tallos silvestres como el agret o el llicsó (al que llaman la lechuga de las liebres), de embutidos tradicionales como la bufa (una morcillota seca y redonda), junto a una deslumbrante crema de hígado de conejo, el mayor objeto de deseo en una buena paella valenciana. Aperitivos que acompaña un delicado caldo verde de hierbas de la montaña.
El primer plato a continuación es una ensalada con una lechuga de los huertos cercanos, de textura firme y sabor equilibrado entre la amargura y la dulzor (de nuevo la influencia pastelera), que acompaña a una ostra guillardeau aliñada ligeramente por una salsita que no supe comprender en qué consistía pero que no subordinaba el sabor yodado del bivalvo. Un plato tan sencillo como sobresaliente.
Seguimos con un escabeche de caballa, tal vez inspirado en los ligeros escabeches que prepara Sergio Box en La Perla de Xàbia. Este es extraordinario en sutileza, finura y texturización. La caballa es lo de menos, porque el escabeche está hecho con vinagre de arroz, tiene elementos crujientes y un toque de boniato blanco (de nuevo, el dulzor). Notable.
Llegamos a un plato de sepia con crema de coliflor. Correcto. Elevado por la entrada en acción del oloroso moscatel seco. La combinación daría para una tapa ganadora en cualquier certamen de cocina mediterránea o andalusí. Curiosidades que interrumpe el intermedio del menú, un divertido sorbete de pimiento verde en salmuera con toques de piparra picante (els coents que llaman en la Marina). Una ocurrencia genial, la transferencia de la tradición más arcaica a la cultura de la alta cocina. El camino valenciano para la redención, inspirado en la receta que Ausiàs descubrió durante una estancia en el restaurante Dos Estaciones de Valencia en tiempos de Iago Castrillón y Alberto Alonso: su merluza sobre salsa de piparras (premio del Almanaque Gastronómico, precisamente, al mejor plato del año en 2016).
Segunda parte. El pescado. O mejor, mar y montaña: un sargo real de la lonja de Denia acompañado por mollejas del corazón de la vaca, col rustida con grasa también vacuna y una salsa reducidísima de las espinas del pescado con vinagreta de alga nori crujiente. Intenso, suave, profundo, ligero, sabroso, armónico pero manteniendo las singularidades de todos los elementos. Un plato sobresaliente alto, alto.
La carne entra en escena con un jarrete de cordero (criado en la zona de Barx) en su propio jugo y acompañado de apionabo al dente (sin llegar a ser un salsafí). Auténtico y notable de sabor. No hay sutilezas pero es siempre agradable reencontrarse con el toque dulzón y verdadero del cordero que se ha criado en buenas condiciones. Un homenaje a la cocina de su abuela.
El remate salado (en un menú marcado por la constante de la dulzura) son unos callos de ternera al allipebre. Un plato untuoso gracias al colágeno del morro y la tripa del animal, más cercano al cap i pota catalán que a los callos madrileños, en una versión con ajillo mucho más valenciana que incluye un allioli negat (un alioli que cuando va a cuajar se sigue batiendo con más aceite para espumarlo). Un plato manifiesto que quiere reivindicar la tradición siguiendo una vía propia.
Expectación ante los postres. Una coca de aceite con un cremoso de limón meyer (híbrido de cidra y naranja) con su piel en confitura. Un atrevimiento dentro de su simplicidad.
A continuación, un finísimo postre de chocolate a la sal sobre una base de trigo sarraceno (el de las galettes bretonas) con fibra de lino (linina). Magistral. El camino de un pastelero que entiende el dulce siempre de modo comedido y en combinación armoniosa con lo salado. Y que invierte esa norma cuando cocina un plato teóricamente salado, al que endulza. Siempre en busca del contraste.
Terminamos con un brioche esponjoso que olía a campos alpinos mantequillosos.
Una comida de altísimo nivel para un restaurante recién abierto, en fase de rodaje pero que apunta a un futuro esperanzador y mucho más que brillante. De momento Ausiàs espera una hija a la que llamará Valentina (como el menú corto) y se ha dejado bigote romántico a lo Adam Driver.
Crónica de la visita realizada el 15 de diciembre de 2023.
Fotos: Adolfo Plasencia
Pinchar en las imágenes para verlas ampliadas y en carrusel.