El chef Vicente Patiño.
La escapada ya en solitario de Vicente Patiño
Juan Lagardera
Vicente Patiño (Xàtiva, 1977), lleva la hostelería en la sangre. Su familia, como la mía, tuvo en tiempos un pequeño ultramarinos en la misma histórica ciudad. Su padre fue todo un personaje público en la cuna de los papas Borja, regentando o creando locales míticos como la cafetería San Remo (añorado su inimitable granizado de limón azucarado) o el pub Bristol. Desde que hizo la mili que Vicente quiso ser cocinero profesional, como su madre. A los veintipocos ya dirigía los fogones en el hotel Buenavista de Dénia. A los treinta y uno fundó en el barrio del Grao de Valencia su primer restaurante personal, Óleo, justo poco después de consagrarse como cocinero revelación en Madrid Fusión.
En Óleo plantó la semilla de su leyenda de gran chef. Él, que había aprendido con estrellas como Miquel Ruiz o Nacho Manzano (Casa Marcial, Asturias, donde también estuvo otro setabense, Edu Espejo), empezó a crear escuela. Manu Yarza, Pablo Margós, Fernando Ferrero, Luis Asensio… se encuentran entre los cocineros jóvenes que empezaron junto a Patiño. Luego se embarcó en el fallido proyecto de La Embajada para culminar con Saiti y Sucar en el Ensanche sur de Valencia. Sucar (mojar, una salsa con el pan; expresión única de la lengua valenciana) tuvo que cerrar su incursión en la cocina tradicional. Y Vicente se ha centrado en Saiti (Xàtiva en lengua íbera, de la que deriva la voz latina Saetabis). Resulta, además, un personaje afable, muy apreciado por sus compañeros.
Saiti es un pequeño local en la calle Reina doña Germana, entre el jardín del Turia y la avenida del Reino de Valencia, decorado mediante un estilo cálido y con apenas seis o siete mesas. El lugar perfecto para proponer un concepto propio, nítido, sin compromisos con socios, inversores y otros menesteres que se cruzan en el destino de un creativo de la cocina. Allí busca encontrar su camino Vicente, recién cumplidos los 46, un chef ya veterano, curtido en muchos frentes. Acudimos a su restaurante junto a otro profesional de largo recorrido, mucho más largo todavía, tanto que ya está jubilado. Óscar Torrijos.
Vaya por delante que he comido en muy diversas ocasiones las propuestas de Patiño. Y me he dejado seducir por muchos de sus platos. Recuerdo su excepcional revisión del putxero valenciano un día de Navidad, su ensaladilla rusa –que ganó el concurso nacional de Lo Mejor de la Gastronomía hace más de dos décadas–, una excelsa liebre a la royal que ni en Francia han superado, la clasiquísima raya a la mantequilla negra o sus maravillosos salmonetes con tomata de penjar, versión que también hizo con la raya… Nunca he tenido dudas sobre las cualidades culinarias de Patiño ni sobre la nobleza de su empeño por superarse y seguir subiendo peldaños. Tan es así que Vicente Patiño fue galardonado por el Almanaque Gastronómico de la Comunidad Valenciana, en 2015.
Ocho años después, Patiño sigue siendo un grandísimo cocinero, pero ha optado por abandonar de su oferta la carta que deja libertad de opción a sus clientes, proponiendo menús degustación cerrados, si bien da la posibilidad de elegir entre cuatro alternativas en función de la cantidad de presentaciones. Más un posible maridaje que se sustenta en una buena y original carta de vinos.
Y es en ese empeño del chef de Xàtiva por postular un menú propio por el que se auto-obliga a inventar nuevos platos casi al completo cada temporada, donde ha empezado a surgir un problema a nuestro juicio. Pues no todos los buenos cocineros son capaces de esta gimnasia creativa que ha instaurado la alta cocina contemporánea, propulsada por un Ferran Adrià cuyo éxito todos quieren emular. Un Ferran que tuvo que tirar la toalla –para finalmente reabrir su mítico restaurante como un museo y no para renovar su acervo culinario– tras crear más de mil y pico recetas, tan mágicas como irrepetibles e inexportables. Una burrada, que deja exhausto a cualquiera, circunstancia que también han padecido desde el Noma de René Redzepi a los hermanos Roca.
Esa moda o cultura del menú largo y estrecho de degustación se impuso y terminó por pontificarse, de la mano de una serie de guías y de la crítica especializada. Pero se trata de una experiencia que no puede ser interpretada ad infinitum y que requiere un gran sentido del ritmo y de la armonía, casi musical, sinfónica, para añadir valor a un recetario. Patiño se concentra en ello. Y nos aclara que a él no le gustan los sobresaltos, sino una especie de menú más minimalista, monocorde. A mi esa tonalidad invariante me termina por dejar insensible, me liquida la emocionalidad de la sorpresa, de lo sorprendente. Y no es la primera vez que me ocurre en Saiti recientemente. Lo paradójico es que Patiño, quince años después de coronarse en Madrid Fusión sigue siendo un cocinero en ciernes que todavía no ha alcanzado una estrella michelín, su vía crucis. Modestamente, creemos que se equivoca, y que debería recuperar sus mejores clásicos para conformar un Patiño histórico súperestar.
Vayamos a la comida, un menú VP de 65 euros, bebidas aparte.
Empezamos con una montaña rusa en los snacks con un encurtido a años luz de los que dieron prestigio a Patiño (el colinabo estaba gomoso), una tartaleta demasiado fría pero un excelente minibrioche de titaina, del que hubiera comido tres o cuatro.
Luego vinieron los entrantes, seis. Todos ellos con una textura parecida: elementos sólidos bañados en salsas y espumas. Una cierta sensación de estar comiendo ligeras variaciones, como en un concierto rítmico de un romántico francés (Satie o Debussy, ejemplos de compositores de mucha nota sostenida), sin apenas sobresaltos. A Torrijos le gustaron mucho las pequeñas pelotitas de puchero cocinadas con un escabeche de setas turmas (criadillas). A mi también, un plato muy ajustado de acidez, templado y con el toque justo de vinagre de vino. Soberbio. Lo mismo que el calamar con el guiso de sus patitas. Siento debilidad por los cefalópodos. El resto, bueno pero previsible, por más que la caldereta de gamba blanca se presenta mediante una remarcable ejecución culinaria.
El plato principal de pescado, una lubina con pilpil, me dejó impresionado por su destreza técnica. Y las espinacas, en un punto muy difícil de lograr (desde Joaquim Koerper que no comía unas tan buenas). En cambio, el principal de carne, un cordero desmigado, era imposible, una ocurrencia fallida. Todo lo contrario que su postre, perfecto de planteamiento con un maravilloso e inesperado toque de apio.
En definitiva. Una buena comida, con altibajos y un ritmo de pocos acordes. Una comida que hubiera podido ser extraordinaria si, ya sabido, uno hubiera podido elegir los cinco platos notables que cocinó con maestría la eterna promesa de Vicente Patiño.
Y las notas de Óscar Torrijos:
Los snacks: tartaleta de caballa (7), brioche de titaina (8) y colinabo encurtido (5).
Llisa ahumada a la brasa con rábano encurtido (7).
Escabeche de setas con pelotitas de puchero (9).
Alcachofa, brioche y espuma de aceituna negra (7).
Curry de cangrejo azul y su sofrito con espárragos (6).
Calamar, guiso de sus interiores y gazpachuelo (6).
Caldereta de gamba blanca, yema cítrica y pan suflado (7).
Lubina salvaje con pilpil amontillado y espinacas (6).
Cordero a la mantequilla negra de café (5).
Merengue, limón y apio (7).
Aparte hay que destacar un excelente oloroso, la manzanilla pasada Maruja (9), un gran vino de garnacha de Jumilla, El Molar de Casa Castillo (9), un aceite de oliva Farga sobresaliente (10) y un pan de masa madre sobrevalorado (4).
Visita realizada el 26 de abril de 2023.
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