La creación a través del estudio
Juan Lagardera
La alta cocina no sirve única y estrictamente para comer, es también y sobre todo un territorio experimental, un laboratorio. Para comer bien me quedo en casa, solía decir el crítico Rafa García Santos, “lo que quiero cuando voy a un restaurante es que me sorprendan”. Ese es el espíritu que ha anidado siempre en un joven (de espíritu) cocinero aunque ya cincuentón, de un pequeño pueblo de apenas mil y pico almas entre medias montañas cercano a Gandía, desde las que a lo lejos se divisa el inevitable Mediterráneo. Ricard Camarena (Barx, 1974) es un buen comunicador, natural, chisposo, didáctico. Habla, además, un valenciano fluido, de la calle, nada impostado. Y no hace causa de ello. Tal vez esa fue la razón por la que le ficharon para conducir un programa sobre cocina en À Punt. Es el mejor espacio de su parrilla.
Camarena cautivó también a los miembros del equipo de la productora, tanto que estos decidieron rodar con él como protagonista un largo documental. Así empezaron las cosas cuando sobrevino lo impensable, la pandemia. Tras unos meses de sorpresa y dudas, después del cierre obligado de los restaurantes, Ricard y su inseparable Mari Carmen Banyuls, deciden reabrir las cocinas al público bajo un estricto ceremonial de seguridad. Aquello fue un sueño para el equipo de rodaje, pues permitió filmar momentos irrepetibles, germinales, sobre los cuales se iba a construir una película in progress, tan reflexiva como llena de acción. El resultado fue el largometraje titulado La receta del equilibrio.
Casi sin quererlo, Camarena desgrana ante la cámara su filosofía de la vida, un cautivador relato de recuerdos de infancia en el pueblo, de trabajo y perseverancia. Es un investigador en movimiento que ha encontrado su camino y cuya fina inteligencia le hace reflexionar con lucidez sobre lo que oficia a diario, como un filósofo de las profundas raíces valencianas, corriendo con su mujer por el Mondúver o por los riscos del Parpalló donde vivieron en cuevas los primeros habitantes de estas tierras en el Paleolítico. Ricard autodidacta, en el ultramarinos familiar, más tarde en su primera experiencia culinaria en la cafetería de la piscina de Barx.
De allí a un pequeño local en la periferia de Gandía, el Arrop, donde empezaron a desfilar gourmets y cazatalentos porque allí Camarena se convirtió en líder de la nueva generación de cocineros valencianos que deseaban incorporar las tradiciones a la alta cocina gracias a una visión más amplia y tecnificada. En el Arrop propuso algunas recetas memorables, como la pescadilla en su caldo o una especie de collage de moluscos. Ricard Camarena no quería quedarse a medias como les ocurrió a Miquel Ruiz o Raúl Aleixandre. Unos sagaces inversores le llevaron su Arrop hasta los sótanos góticos de un palacio en el centro histórico de Valencia. Empezaba su relación con el interiorismo minimalista de Francesc Rifé. Le llegó su primera estrella. En 2010 este Almanaque lo considera el mejor restaurante del año, galardón que obtendrá tres temporadas más tarde para su reinvención de un Bar a la valenciana en el Mercado Central: frente a las toscas brascadas y los aliolis un punto de osado sabor, el conejo al ajillo con cacahuete.
Más tarde se trasladó a Ruzafa, padeció alguna que otra ruina pero inventó un restaurante internacional y joven en el Canalla y un bistró actualizado en el Habitual del Mercado de Colón. Por último, su encuentro con el empresario José Luis Soler le lleva hasta el centro de arte Bombas Gens, donde el curator Vicent Todolí asesora a Soler en la creación de una extraordinaria colección de pinturas y fotografías. Camarena vuelve a confiar en Rifé y disfruta de la cesión de obras adquiridas por Soler y Todolí. El resultado –2017– es el más bonito, acogedor y elegante restaurante de la ciudad de Valencia. En realidad, no parece de Valencia.
Hay un primer plano sostenido del cocinero en el referido documental, en el que se le pregunta si ha encontrado la receta del equilibrio, el título elegido para la película. Ricard duda, deja en silencio el plano durante un segundo más de lo previsto. Ese segundo es significativo. El equilibrio es un desiderátum, una búsqueda, una alegoría del camino vital que predican los gurús orientales. Media hora después, Camarena confiesa a los espectadores que padece TDA, trastorno de déficit de atención. Es un momento sobrecogedor en el que percibimos la hondura del personaje. La enfermedad ha acompañado con frecuencia a los creadores. Einstein, Darwin, Mozart, Goya…
Ricard se ha encontrado a sí mismo en la huerta que circunda Valencia. Como cuando en los años de Gandía empezaba a sobresalir buscaba sabores primigenios a través de sutiles pescadillas de playa. Su memoria, ahora, recupera las verduras del colmado de su niñez mientras entra en relación con los campesinos de la huerta. Ha terminado la cuarentena, y Ricard queda con un agricultor amigo que le sirve a diario, Toni Misiano. Juntos recorren un campo de nabos que han excedido el tiempo adecuado del cultivo. Ricard empieza a oler y a comer flores y ramas, simientes… Ha descubierto nuevas virtudes organolépticas ante el asombro de Misiano, que le sigue a través de la jungla del nabizal.
Después, vemos al cocinero en su restaurante trabajando hojas, leños y raíces en busca de un nuevo plato: él y su equipo infusionan, cuecen, rehogan, enfrían y vuelven a calentar… Entonces Ricard alza la voz, cabreado: Tenemos que aprender a respetar el producto, cualquier producto. Si solo respetamos el caviar estamos muertos. “Tenemos que tratar una judía como si fuera caviar… “. Camarena está en eso, nada menos. En cuidar una alcachofa como si tuviera delante un bogavante azul. Su camino al olimpo de las estrellas de la cocina no ha sido fácil, pero ahora lo tiene despejado: investigando sobre la tierra en la que vive, sublimando lo local, aprovechando lo que otros estaban dispuestos a tirar, incluso lo sobremadurado. Parece una metáfora, puro senequismo.
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En cuatro o cinco ocasiones he visitado el nuevo restaurante de Ricard Camarena desde su apertura. La evolución ha sido constante. Con los mariscos, luego con su inmersión en las verduras, en los caldos… descubriendo técnicas como las fermentaciones orientales, mientras viajaba por el mundo rebuscando conocimientos, versioneando sándwiches neoyorquinos, currys tailandeses y hasta cocas nuestras. Su destino es estudiar, conocer, aprender siempre. Ahora mismo, está en su mejor momento, más equilibrado, dominando el ritmo de sus largos menús, a modo de sinfonías. No en balde, Ricard estuvo cerca de ser músico –trompeta– antes de quedar claro su destino en las cocinas.
Solo dos peros a una formidable comida. La reaparición en el menú de Camarena de la ostra cubierta de una especie de crema de galanga, un plato ya conocido, más denso que sabroso, y que nuestro chef mantiene a petición popular. Y el plato culminante de la parte salada, una cebolla caramelizada y recubierta de una salsa holandesa muy fina que acompaña con un lomito de anguila ahumada, una propuesta correcta sin más, de escasos matices y sin que la cebolla obtenga el rango de gran final que merecía el festival que le precedía.
El resto, en un menú compuesto por más de una veintena de presentaciones, sobresaliente, sin duda de lo mejor y más equilibrado que ha cocinado nunca Ricard Camarena, cuya capacidad de investigación parece no tener límites. Una comida que empezó con otro bocado conocido, el maravilloso steak tartare envuelto en piel de calabacín y una tapa delicada como el aguacate verde con crema de soja y hierbas, esta vez sí, en su justo tamaño, pues el volumen de lo que comemos puede llegar a importar tanto como la textura, los aromas y los sabores.
El primer diez de la comida llegó de la mano de una delicadeza: unos guisantes coronados con caviar y una crema de coco y café. Un plato extraordinario en muchos sentidos –y el del caviar no era el más importante–, en el que la formidable textura de los pequeños guisantes del Maresme se acompañan de unos sabores tan osados como llenos de fundamento y equilibrio.
Menos sutil y más rotundo de texturas aunque no tan sensual, resulta el caldo sedoso que cubre una pechuguitas de pato con brotes y pipas de girasol, sustituido el pato por setas y koji en la versión vegana.
Otro clásico de Camarena a continuación, su tomate de conserva, que presenta con mantequilla de oveja (tan del gusto de la campiña inglesa), ganando en potencia y sabor, al igual que el pancake de bacalao y pimiento rojo, una versión refinadísima de la brandada y que Ricard presenta en la mesa como un colorido cuadro silvestre dedicado a las florecillas y las hierbas silvestres, preludio de una nueva maravilla culinaria, el pan que hornea con harinas ancestrales recuperadas por los cultivadores de la Marina y con masa de hojaldre, consiguiendo un pan extraordinario y hermoso, de miga con ondulaciones bitonales y una corteza tan fina como crujiente y salpicada de sabrosas semillas. Un pan soberbio, la culminación de años probando masificaciones y horneados.
El menú ha entrado en su punto álgido. Lo que sigue es otro plato de nota sobresaliente, un plato que también satisface muchos procesos anteriores de la cocina de Camarena. Un plato que al desnudar su sencillez resulta sublime: una habitas tiernísimas procedentes de las huertas de su amigo Toni Misiano con mollitas de quisquillas semicrudas, la yema de un huevo de corral, hierbabuena, cebolletas, flores y un delicioso extracto de consomé de las cabezas de las pequeñas gambitas.
Como en toda comida de alta cocina que se preste en Valencia, hay también arroz. Por esta vez más bien un risotto, un arroz cremoso con maíz y eneldo. Sabrosísimo y, de nuevo, en su justa medida, la necesaria para saborear y comprender el bocado y no caer en lo empalagoso, pues la cocina de Camarena va eliminando trampantojos y salseados para proponer sabores más limpios, pero a la vez muy profundos, resaltados por procesos basados en la combinación de elementos, aromatizaciones, confitados, maceraciones… De ahí la necesidad de los ajustes y las medidas.
Llegamos al mar y montaña. Una ensalada tibia con mero y un filete de cordero envuelto con hojaldre por sus bordes. Un buen plato, curiosamente dominado por la solvencia técnica pero que en nuestro proceso de presentación se calentó en exceso la lechuga, dejando su elegante crujir por el camino. Algo subsanable, sin duda.
Esta primera parte del menú finalizada con la cebolla confitada, dando paso a los postres, donde Ricard nos vuelve a demostrar que es un formidable pastelero, nada convencional, cuyas recetas no solo se ajustan de glucosas excesivas y formalismos decorativos para centrarse en combinaciones novedosas y sorprendentes, incluyendo verduras a las que extrae, precisamente, sus azúcares, que también poseen. La ensalada cítrica con perifollo y estragón es una bocanada de frescura, a la que sigue una berenjena blanca frita con miso, una especie de sorbete vegetal extraordinario, o el pastel de calabaza, con naranja, chocolate y vinagre de algarroba. O el sorprendente socarrat dulce. Incluso los petits fours que acompañan a los cafés e infusiones resultan singularísimos, fruto de experiencias de conjugación entre tradiciones valencianas y cocinas de lejanos confines.
Y dos proyectos fabulosos. Dejamos para el final las nuevas líneas de trabajo del laboratorio Camarena que bien pueden explicar el carácter de este cocinero autodidacta pero viajero e inquieto, estudioso y atento al aprendizaje. Sobre el arranque de la comida, Ricard te hace acudir a su barra personal, donde ejerce de maestro de ceremonias para dar a probar hasta tres tipos de maceraciones de distintas partes del atún, ese pescado tan reivindicado desde Japón cuya tradición ha mostrado al mundo pero que en nuestro Alicante, y en Cádiz, lleva siglos también como alimento básico. Pues bien, Ricard se olvida de someterlo a una cura de sal (ni directa ni ambientalmente), para envolver los diferentes cortes de las ventrescas y lomos con algarrobas. El resultado es sorprendente, con un toque de dulzura especial.
No menos conseguido es el camino que ha emprendido con las que ha denominado bebidas no alcohólicas. Tal vez inspirado en otras modas como la de la gaseada Kombucha, los aperoles y camparis con cítricos o la floración de herberos para los vinos macerados o vermuts, Camarena le ha dado una vuelta de tuerca hasta encontrar una mina de oro. Una vez más ha emprendido un rumbo nuevo, dándole un giro a la lógica imperante. Algunas de esas bebidas, de las cinco o seis que ha embotellado, resultan deslumbrantes, frescas y sabrosas a la vez, pero sin sobreactuar, livianas pero no tanto como las aguas aromatizadas –otro sendero de moda–. Así es, por ejemplo, la infusión fría de tomate y poleo silvestre, o el té frío de bogavante y setas. Descubriendo delicias.
Visita realizada el 26 de enero de 2024.
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