El penúltimo vasco-valenciano
Juan Lagardera
Tal vez, de todas las cocinas del mundo, la vasca sea mi favorita. Siempre podría comer en vasco. Buenas carnes, verduras de las huertas tudelanas, los grandes pescados cantábricos y, sobre todo, los chipirones. De estudiante en Barcelona, apenas tenía algo de dinero lo gastaba en el Amaya, junto al trinquete de Colón, comiendo chipirones en su tinta con un delicioso pan frito. Tiempo después, y durante muchos años, tuve en el restaurante vasco del hotel Alcalá de Madrid uno de mis santuarios gastronómicos. El Basque, donde mataron a Muguruza, adonde recalaba siempre el Athleti. Todavía recuerdo la primera vez que probe allí su imbatible carrillera de ternera.
En Valencia viví una temporada junto al histórico Olano de la calle general Sanmartín. Paraba dos o tres veces a la semana. Luego fui asiduo de la Taberna Vasca Ché de Pepe Ibáñez y Mariángeles (y su hijo Carlos, y otro Pepe, el camarero que piaba a los periquitos mientras escribía la comanda: pimientos rellenos de ternera, croquetas y bacalao a la vizcaína…).
Y he visitado con asiduidad el Gure Etxea (nuestra casa) de los hermanos Arrieta y su madre, la cocinera casi mitológica, Edurne Abasolo. Otra hija Arrieta puso Eguzki (sol) tras cocinar también en Olano, mientras que la siguiente Arrieta en Valencia, Mayte, nacida en un caserío de Amorebieta como todos los demás, abrió con su marido, Macedonio Sánchez, el Leixuri cercano a Cánovas, y por allí vendrían al mundo sus tres hijos, dos de ellos, Arantxa y Valentín, dedicados también al oficio de la hostelería. Y para qué hablar del Kailuze, que cada vez que lo recuerdo con su mantelería azul y amarilla me echo a llorar por el bueno del gran Alvarito Oyarbide, con el que acudí muchas tardes al fútbol.
Apenas queda un leve rastro de la gran época de los vascos en Valencia, cuando también jugaron como blanquinegros en Mestalla un buen puñado de aguerridos euskaldunes. Gorostiza, Ochotorena, Tirapu, Zubizarreta, Eskurza (gerente a distancia, ahora, de La Casita de Sabino), Aduriz… En la actualidad, Valentín se ha reinventado modernamente en Al tun tún, cada día más dedicado al buen producto. Mientras que otro cocinero valenciano de ascendencia vasca, Manuel Yarza, se ha convertido en el mejor cocinero neovasco, de Valencia y posiblemente del país, aunque también es capaz de cocinar arroces aprendidos con Raúl Aleixandre y Vicent Patiño.
Con esos antecedentes, me resultaba raro no haber ido nunca a Easo Berri, del que todo el mundo hablaba dignamente. Fuimos con nuestro grupo directivo de un club gastronómico, La Cuchara de Plata. El resultado fue notable, pero con matices que es necesario reseñar de modo constructivo.
Easo Berri (nuevo Donosti) está situado un poco a trasmano del centro, casi enfrente de Rausell, en Ángel Guimerá. El local lo preside un largo pasillo con una barra que desemboca en un sobrio comedor. La simpatía de su patrón y jefe de sala, Borja Suárez, no evita la pésima acústica de ese espacio, que al parecer siempre cuenta con buena entrada. El ruido es imposible, así que apenas hubo conversación entre nuestra cuadrilla y pudimos concentrarnos en la comida y en el excelente tempranillo (tinto fino) que sirvieron: Viña Pedrosa de las bodegas de los Pérez Pascuas, un reserva (sublime) y un finca Navilla (buenísimo).
En la cocina, la mujer de Borja, la valenciana Esther Valiente, autodidacta. Empezamos con los chipirones en su tinta. Extraordinarios de ejecución, sin cubrir en una salsa negruzca, sino marcados suavemente por una tinta brillante. Frescos y sabrosos. Me hubiera comido media docena, pero había que dejar hueco al siguiente entrante, unos pimientos del piquillo rellenos de brandada de bacalao. Finos, suaves, deleitosos, lo que no es fácil en un producto de tanto reflujo.
Lo siguiente fue un plato de cuchara. Garbanzos pedrosillanos (los pequeños) con chorizo, jamón y morro de cerdo. De sabor limpio y profundo a la vez, nada recargados, lo que ocurre es que los pedrosillanos tiran en duritos, y los preferimos para otra clase de preparaciones (en ensalada, por ejemplo). Un garbanzo más lechoso mejoraría este plato, aunque dificultaría el punto adecuado de la cocción.
Tras la cuchara probamos el bacalao al pilpil. Extraordinario. El lomo de bacalao tenía la textura de un bacalao fresco pero el sabor mucho más profundo, el de un desalado. La clave: se trata de los bacalaos de la firma asturiana El Barquero, especialistas en salar adecuadamente el producto que reciben y en desalarlo de manera perfecta antes de servirlo a sus clientes. El pil-pil, sencillamente majestuoso.
El festival tocaba a su fin con una degustación de su famoso chuletón de vaca vieja. Se lo suministra uno de los grandes carniceros del país, el donostiarra Imanol Jaca. Y para empezar, ya no anuncian la vaca como buey. Sencillamente porque bueyes ya apenas existen en el mercado y su presencia se ha convertido en una especie de leyenda. Hemos probado varias veces las vacas viejas de Jaca, estupendas, canales de carne que son como amantes de este vasco gourmet, cuyos cuartos suele abrazar. La que comimos en Easo Berri no estaba tierna y tampoco tenía un gran sabor. Buena, sin más, con sus patatitas fritas y pimientos de padrón que le aportaban poco.
Los postres subieron de nivel con la pantxineta tradicional (un hojaldre relleno de crema pastelera), y una notable tarta de queso.
No muchos días después, otro grupo de amigos repetía en Easo. El pil-pil seguía en lo más alto, las cocochas de merluza al ajillo mostraban el buen producto que se elige en esta casa cuando se acude al mercado. Las alubias de Tolosa, correctas, con morcilla de Burgos en vez de la morcilla de puerros de Beasaín. Y no hay color para exaltar a las tolosarras. La morcilla debe ser de puerros –más ligera y aromática– y la col no rizada, sino berza, berza.
Easo berri, un buen vasco. Muy recomendable pero necesariamente obligado a mejorar la acústica de su sala.
Visita realizada el 15 de febrero.
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