Barra de Casa Carmela.
La paella maestra está en la Malvarrosa
Juan Lagardera
Toni Novo es el heredero de una saga de hosteleros valencianos junto al mar. Su renovación de esa tradición es total y sublime. Toni ha demostrado que desde la cocina autóctona se puede elevar la cultura gastronómica hasta lo más alto. Tanto que ahora mismo su Casa Carmela, en la playa de la Malvarrosa, en el local de siempre junto al antiguo chalet de Blasco Ibáñez, se ha convertido no solo en el mejor restaurante de arroces de Valencia, que es mucho decir, sino en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y, tal vez, de España, arroces al margen.
Para ello ha trabajado en dos ámbitos. Uno de ellos ha consistido en mejorar su local de modo constante, invirtiendo en insonorización, terrazas, nuevos espacios, mobiliario, vajillas… y personal. Además, llevando hasta la máxima calidad todos los acompañantes de un buen arroz: unos aperitivos a base de marisco que rozan la excelencia, como sus sepionets de mediano calibre y limpísimos, las canaíllas gigantes que entresaca de la concha para comodidad del comensal, las gambas hervidas… incluso esos toques maestros que guiñan a los ancestros en los postres a base de pequeñas cocas de almendra y pasas.
El otro campo que ha hecho a Casa Carmela universal son los arroces, y más en concreto la paella valenciana de pollo y conejo, un plato que en esta playa lucha contra el rito marino, el del arroz de marisco o a banda, el de pescado de toda la vida junto al Mediterráneo. Toni, no obstante, se empeñó desde el principio en que asumió la Carmela de su familia, hará unos quince años, en domar a la conflictiva y difícil paella valenciana de la huerta, aquella que los valencianos decían que solo sabía buena si la hacían sus abuelas en el corral de la vieja casa del pueblo.
Toni empezó por limitar el número de paellas que podía guisar cada día. Más tarde creó una enorme bancada preparada para hacer los guisos a leña, de naranjo, lo que nadie se había atrevido a hacer en la ciudad y solo se podía ver en algunos amplios locales de urbanizaciones domingueras como el Margós de Chiva o los del Vedat de Torrent (El Romeral, el Lido…). Poco a poco fue naciendo el tren del arroz huertano de Carmela, cuyas paellas, sublimes, ya son toda una leyenda en la ciudad.
El día que Toni entra en la cocina se le puede ver mostrando a su personal cómo se seleccionan los ingredientes de la paella de Carmela. Todo está muy medido, los trozos de pollo y conejo cortados en el tamaño adecuado, alguna pieza de pato para añadir ese sabor dulzón, aromático, inconfundible de la grasita de esta anátida que vive en la cercana Albufera, hasta en la marjal vecina de Rafalell. Cada caldero lleva su correspondiente hígado de conejo y sus mollejas de pollo, vísceras necesarias para conferir profundidad de sabor. El aceite, la sal, el pimentón dulce, el tomate del sofrito y el agua, las verduras, incluyendo unas pocas alcachofas, todo está milimétricamente medido. Carmela, por fin, ha “industrializado” (ordenado, estudiado, planificado y medido, son expresiones más acordes) la cocina artesanal que concierne a la paella de nuestros ancestros valencianos. En Francia ya le habrían condecorado. Para el Almanaque Gastronómico de la CV fue un honor y un acto de justicia premiarle como el mejor restaurante del año 2020.
Antes de concluir el último verano, un grupo de amigos –seis o siete, no recuerdo bien–, nos congregamos en Carmela para celebrar el regreso de las vacaciones y estrenar unas cucharas de madera de boj personalizadas que nos había fabricado el maestro Amadeo de Jarafuel. Encargamos la paella valenciana de rigor y estrenamos el pequeño comedor del segundo piso, con un mirador sobre la playa. Toni Novo se puso al mando de los fuegos. Con buen tino rebajó la paella de sal, ligeramente, y la mantuvo algo más al calor de las brasas para tostar el arroz. Nos sirvió una paella magistral, en su punto justo, de un equilibrio pasmoso.
Sabrosa, pero con los condimentos distinguibles, cada bocado conjuntando el fondo que ha absorbido el arroz que es el de la mezcla de todos sus elementos con el particular de cada pieza que capturamos con la cuchara, apretujando con la madera hacia el borde del caldero para crear un acontecimiento diferencial. Esa es la pasión oculta de una buena paella, el sabor de lo uno que se particulariza con el de lo diferente, a veces con predominio del garrofón, otras de la alcachofa, con suerte del higadito de conejo que nos ha tocado en suerte… Si todos los condimentos son de calidad, frescos, esa paella resultará una orgía de sabores. Cuando empezamos a ponerle judías congeladas, conejo insípido o pollo de piel grasosa, la paella solo sabe a paella de modo uniforme. Entonces es un plato menor y más vale hacer un caldoso cargadito de sal, azafrán y pimentón para esconder las deficiencias.
La de Toni de aquel día subió en mi calificación hasta el 9,5 (el 10 nunca se lo doy a nadie por lo que pueda pasar), entre otras buenas razones porque la capa de arroz en la paella era uniforme, algo más de medio dedo, pero sin dejar al descubierto los bordes del caldero como ciertos cocineros se empeñan actualmente en guisar la paella de pollo y conejo confundiéndola con la de pescado. El colágeno del pescado ablanda el propio socarrat y lo hace digerible, pero la carne no produce ese efecto, y si tostamos toda la superficie de la paella cocinando menos de medio dedo de arroz terminamos comiendo un crujiente de gramínea y no una paella. No era el caso, el socarrat, abundante, se concentraba en el centro del caldero mientras en el exterior los granos andaban sueltos y melosos.
Alguno de los amigos, sin embargo, alabaron la paella pero no la consideraron canónica de Carmela. Poca sal y demasiado tueste en su opinión. La discusión llegó a mayores, así que uno de los comensales se levantó de la mesa y desapareció sigilosamente. Un rato después regresó. “He pedido una segunda paella”, nos dijo. En unos 45 minutos llegó a la mesa. Aquella era, según señalaron los comensales, “mucho más Carmela”, más subidita de tono. Las calificaciones se invirtieron. Al final, la media entre las dos paellas alcanzó el 9. Ya es difícil un nivel de ese calibre. Toni Novo lo ha conseguido, la maestría en esa ciencia casi mágica que resulta cocinar una paella de la huerta valenciana con fuego de leña. La paella alcanza el sobresaliente, el restaurante en su conjunto se eleva hasta un 7 más que notable, redimiendo la cocina valenciana tradicional y situándose con ella apenas a dos escalones de los más grandes de la alta cocina. Es resumen, que Casa Carmela ya no es solo un extraordinario restaurante de arroces, sino que se codea con los mejores, con los laureados, como un gran restaurante en todas sus facetas.
Crónica de la visita a Casa Carmela el 23 de septiembre de 2021.
Pinchar en las imágenes para verlas ampliadas y en carrusel.