Aurora Torres cocinando.
Lula, ¿comida de pobres?
Maje Martínez
La Vega Baja del Segura es la comarca más al sur de Alicante, al límite con Murcia, y tal vez por ello sea de las más desconocidas de la Comunidad Valenciana. Con un paisaje de mar, lagunas, huerta y secano, Torrevieja y Santa Pola son las ciudades más reconocidas, tal vez por su posicionamiento en el mercado turístico a lo largo de los años. En el caso de Orihuela lo es por su reconocida capitalidad histórica y patrimonial en la comarca. Pero la Vega Baja es mucho más. Confieso quedar prendada cada vez que la visito, por sus paisajes, sus productos (la alcachofa y ¡¡¡esos limones!!!), su gastronomía, sus gentes y ese deje que se pega a las pocas horas de estar allí.
Aurora Torres fue quien me descubrió la auténtica Vega Baja (sin olvidar a mi amigo de aventuras y gastrónomo Tony Pérez Marcos), y me ha acompañado a vivirla y a disfrutarla como si hubiera nacido allí (benditas verbenas de agosto en Formentera del Segura…) porque si algo tiene la Vega Baja es que es tierra hospitalaria, y es tierra para todos.
Mi cercanía con Aurora Torres la tengo sembrada de hace ya casi una década, a base de ocasiones, caminos encontrados y muchos trabajos con fines comunes. Si algo define a Aurora es su autenticidad, tan enorme que carece de filtros en todos los ámbitos, para bien y para mal. Aurora es de las que te dicen lo bueno, lo malo y lo mejor. Es una superwoman, de las que no duda en echar una mano, un pie, o lo que haga falta, aunque tenga una montaña de platos por lavar porque le ha fallado el friegue, o un pase de 50 con ella sola en cocina… Una mujer valiente, hecha a sí misma, que encontró su vocación en la madurez y que no deja de evolucionar a golpe de cafés y huevos duros matutinos en la brasa de su chimenea.
Fue quien me abrió los ojos para dejar de buscar “jóvenes promesas” y encontrar “talentos emergentes”, porque ella, como otras muchas mujeres cocineras, es de las que se ha encontrado a sí misma más allá de los 30, con igual mérito o más, si cabe. Y esto lo ha conseguido con una práctica de humildad, de esfuerzo, de trabajo y superación durante muchos años, en los que el arrojo mamado en casa junto al apoyo incondicional de “su Paco”, han sido las piedras angulares de su reciente, emergente y merecido éxito profesional. Sin apadrinamientos o grandes agencias, Aurora es de las que crea y cocina sin red.
“Lula” no es un restaurante en sí mismo, es un espacio dentro de La Herradura, la casona rural del siglo XIX restaurada que da la bienvenida a Los Montesinos y que alberga un restaurante-embajada de la Vega Baja. Servicios de 70 comensales en comidas y cenas, para un público mayoritario de residentes extranjeros y turistas, aunque los lugareños y visitantes de paso son también grandes feligreses. En La Herradura, hay carta y menús diarios asequibles con lo mejor del mar y la huerta de su Vega, con una cocina tradicional renovada, con toques de vanguardia que nunca eclipsan a los de madre, de los que cuidan y dejan huella. Arroces de conejo y caracoles, de boquerones y verduras, guisos de conejo alimentado con tallos de alcachofas, carnes, pescados, huevas a la plancha (previa reserva) y elaboraciones donde la alcachofa es una musa. Música en directo y un ambiente único en las noches, a La Herradura le cayó un merecido Solete Repsol ya hace un par de años. Esta es la tabla de salvación de Aurora, la nave nodriza que le permite jugar a innovar, a sorprender, a experimentar y a crear experiencias sin separar los pies del suelo. Pura sostenibilidad empresarial. Y gracias a ello se materializa “Lula”, un joven espacio gastronómico anexo a La Herradura, con chimenea de leña en invierno, sillas confortables, decoración tradicional labriega, vajillas con encanto y alguna que otra licencia contemporánea como un Warhol con Coca-Cola que Aurora no duda en reconocer que de primeras creyó que era un obsequio de merchandising. Lula es la sala de estar de la Torres, donde se descalza, se desmelena y deja que todo pase a puerta cerrada.
“Lula” era como llamaban en el pueblo al Abuelo y, por tanto, a todos los vástagos que pertenecían a una casa humilde de labradores de la Vega. En su época adolescente, Aurora llegó a avergonzarse y renunciar al apodo precisamente por ese origen humilde que carecía del glamour pertinente en esa edad. La madurez hizo no sólo que aprendiera a amarlo, sino a reconocer que merecía devolverle su lugar y rendir homenaje al legado de su abuelo, luego su madre y su tío, quien todavía sigue llevando a La Herradura la cosecha de la huerta heredada de los Lula. Y qué mejor forma de hacerlo que a través de experiencias únicas, efímeras, pero cargadas de significado. El fallecimiento de la madre de Aurora la empujó a materializar “Lula”, con un espacio propio y un menú con diferentes inspiraciones y mensajes, pero siempre partiendo de las raíces de la familia, la tradición, el territorio y la fidelidad acérrima de Aurora hacia sí misma.
Ya son cuatro las ediciones creadas hasta el momento, suficientes para acaparar la admiración de la crítica y de los clientes habituales, quienes esperan el lanzamiento de cada una de ellas como si fuera un nuevo estreno de una saga. “Lula” tiene un Sol Repsol y referencias en Guías nacionales e internacionales. Cada nueve meses nace una nueva propuesta gestada en el I+D, que no es más que una mesa entre la bodega y la sala donde Aurora le da vueltas al tarro entre servicio y servicio, siempre café en mano y con algún que otro cigarrito. De ahí han nacido “Sabores de mi infancia”, “Raíces Mediterráneas” y “Lugares”, por los que han pasado cientos de comensales por edición. Son obras cuidadas pero sin grandes florituras, directas y rotundas como lo es Aurora.
Para el verano 2023, Aurora tira de nuevo en su misión de poner en valor lo suyo, y para ello, desde el inicio nos pone a los comensales en la tesitura de responder a la cuestión final: “¿Comida de pobres?”. Un menú creado para digerir y reflexionar a través de una secuencia de platos que recorren los ingredientes más humildes, incluso denostados, que han sido base de la dieta de la mayoría de la población de la Vega Baja. Es la vuelta al origen, a lo importante, a la cercanía, la temporada, la sencillez, la calma y esos valores que quedaron olvidados en la vanguardia, pero que nunca han dejado de estar ahí, evolucionando hacia el nuevo y verdadero lujo. El de Lula es un menú con causa.
Se arranca con unos companajes (palabra que me maravilla) esos embutidos tradicionales que son parte del fondo de nevera de la Vega y que muchas veces se convierten en salvavidas a cualquier hora. Aurora los sirve en una tabla de madera acompañados de un brioche casero que sale templado y que amasa con base de calabaza. Dos tipos de untuosas mantequillas caseras, una de “blanco” (embutido tradicional) y otra de longaniza; una cremosa “manteca del fondo de la caldera” con morcilla (inspirada en los posos de pringue de cualquier cocido) y una longaniza de pascua a base de la “innoble” carne de conejo. No faltan las olivas partidas y aliñadas. Una bienvenida de nivel, de compartir al centro y comer con las manos. Eso es lujo.
A continuación, entra un emplatado en forma de caqui de la colección de El Taller de Piñero (Alcoi), expresamente creado para, más que una elaboración, presentar una reivindicación. Y es que mientras el caqui es un producto que ha sido parte del paisaje alicantino como un fruto corriente de temporada, a veces abandonado a su suerte, en otras latitudes como en Japón, se trata con técnicas de secado que lo prestigian y lo convierten en un producto de lujo. Nada que no se haga en la Vega Baja con los orejones o los higos, pero considerados de valor infinitamente inferior. Para equiparar la grandeza del caqui de aquí con el de allá, Aurora aplica la técnica del Osigaki a los Persimon de la Ribera del Xúquer, creando un pastel de queso de soja con base crujiente de chía. Deliciosa textura y equilibrio de sabor con puesta en escena original y con una declaración de intenciones: que aprendamos a vender lo nuestro.
El tomate es lo que toca en verano. Los tocados, los picados por la tuta, los que no dan el calibre: para casa. Así se llenaban las despensas de los jornaleros. Aurora los acompaña sobre una oblea crujiente de tomate seco, con toques de cítricos tan de la Vega, sobre una cama de “lisones”, esa mala hierba invasora que inundaba campos y se consumía por castigo en otras épocas (a falta de lechuga), y que ahora se convierte en “rúcula selvática” a precio prohibitivo por su escasez.
Entra la quisquilla, que en la actualidad es producto propio de la realeza según temporada, pero que en su origen era de descarte o incluso de cebo para pesca. Tanto es así que en las pescaderías de la Vega era lo único que siempre sobraba a final del sábado. El tiempo reordena gustos y prioridades, y sin perder la perspectiva del origen, Aurora sirve una impecable quisquilla acompañada de un bombón-joya a base de huevas de ésta, que extrae una a una y envuelve en un pan de oro comestible. Golpe de sabor como golpe de mar, y golpe de realidad sobre las modas y el valor fiduciario de las cosas.
No podía faltar el arroz en el menú de Lula. Aurora es una gran arrocera, entrenada en cursos con maestros pero con mayor proporción de aprendizaje por el uso y el prueba-error. Son cientos los arroces que saca cada semana, y “el arroz clarico de los tres puñaos” es uno de los que más la identifica. Misma proporción de arroz que de legumbres (alubias, lentejas y frisuelos…), por una cuestión de escasez del cereal y necesidad de llenar el buche con proteínas lowcost. Lo acompaña de la verdura que nunca faltaba en la Vega Baja como la bajoca y alcachofa, y destaca que este arroz requiere “saber escuchar a la verdura”. “O sabes hacerlo o es difícil aprenderlo”. En “Lula” el “arroz de los tres puñaos” sale en dos versiones: una tradicional, en ollita, meloso y cremoso; otra en versión evolucionada a base de un crujiente de arroz con alubias fritas y crema de alcachofa y lentejas, que se rehidrata en mesa con un jugo trabado del caldo base.
La caballa, uno de los pescados más humildes por una cuestión de natalidad, entra en escena sobre una parrilla que se ahúma en mesa a base de carbón de limonero y laurel. Sobre una hoja verde del mismo limonero, se asienta una cama de camarrojas, otra de las hierbas silvestres parte de la ancestral dieta vegabajeña, y acoge al pescado con un toque renovado de aloe vera. El amargor de la camarroja puede resultar agresivo para paladares no acostumbrados, pero las propiedades diuréticas y medicinales de esta “mala hierba” son argumentos atenuantes para el primer mal trago. Tal vez se eche de menos ser advertido en este aspecto, aunque en el segundo bocado aprendes a amar la camarroja, tal y como como hizo el mismísimo Joan Roca en la Barra gastro de la Gala de los 50 Best en Valencia, donde Aurora trajo su mejor versión de esta hierba robusta.
El sexto pase del menú se posa sobre una grandiosa ala negra, de nuevo creada por Piñero para representar a la pava negra, especie endémica de la Vega Baja, ahora en extinción, y que se cuidaba y alimentaba con esmero con las mermas de las verduras de casa. Tan valiosas eran las pavas en los corrales familiares, que a veces desaparecían en contra de su voluntad ocasionando verdaderos conflictos vecinales. La carne de la pava negra evoca a cocido, a chirivía, a pelota, a zanahoria. Era signo de lujo en la época frente a la percepción actual, donde el pavo o la pava son protagonistas de dietas o carnes de batalla. La de “Lula” es de las pocas que se crían en semi libertad con maíz y verduras, y se presenta deshuesada y desmigada, tipo terrina pero sin compactar, con base de berenjena tostada y a la llama, con crujiente de maíz morado y huitlacoche, el hongo del maíz, también conocido como “la trufa de los pobres”. Es jugosa, potente, sabrosa y justa. Un atrevimiento en un plato principal de menú que deja clara la intención provocadora de Aurora, que en este caso ejemplifica la pérdida, sin sentido, del lujo.
El momento dulce llega gracias a una tradición de la localidad vecina de Benijófar, donde a falta de caña de azúcar, se rellenaban las cañas de río en una pasta a base de algarroba, el chocolate de los pobres. Ahora el garrofín se venera en productos de belleza y de alimentación, casi a precio de caviar. El llamado “canute” sale a la mesa templado y se relame de la propia caña. Es un postre con discurso. Le siguen una secuencia de petit fous que recuerda a los companaques del principio, pero en versión dulce. Una mini manzana agria, de la variedad reineta, prácticamente extinguida en la Vega, asada y presentada en el tallo de unas plantas de algodón, cultivo también identitario de la Vega; previamente las escasas mini reinetas se han macerado con mimo. Unas fresas en gelatina y escarchadas con sabor a las típicas chuches de la infancia recuerdan a feria, junto con un traguito del jugo ácido de manzana. Fantástico final con una gran lección de vida: no eran pobres… eran sabios que sabían escuchar a la tierra. Y ahí esta la actual generación de Lulas para demostrarlo y seguir un legado más valioso que cualquier riqueza.
El menú de Lula tiene una magnífica relación calidad-precio que aumenta la expectativa junto a lo efímero de cada edición. Una bodega cuidada con opción de maridaje, pero esta vez nos decantamos por las propuestas de Chozas Carrascal. Lula o La Herradura de Aurora Torres son motivos más que de peso para adentrarse en la Vega Baja o, al menos, acercarse.
Crónica de la visita realizada el 6 de Julio de 2023.
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