Alfredo Argilés
Quien supondría, mientras degusta una sutil patata a la muselina, hecha puré y dulcemente mezclada con mantequilla, huevos y nuez moscada, o cocida y vaciada, y rellena de cangrejos, y bañada en una salsa bechamel reforzada con sabores a marisco –en magistral fórmula que toma su apelativo del famoso duque del mismo nombre– que pocos siglos antes la vulgar patata fuese pasto de los cerdos y de las más humildes gentes, y que su falta –por grave y contagiosa enfermedad– supondría una de las hambrunas mayores de las que se tiene recuerdo?
Sucedió en la Irlanda de mediados del antepasado siglo, cuando la importancia alcanzada por el tubérculo para la alimentación de algunas regiones de Europa era capital, nunca soñada por aquellos que la trajeron casi como curiosidad desde su América natal.
La plaga de roya –el hongo Phytophthora infestans– se hizo presente y arruinó las cosechas en un momento en el que no existían los cereales salvadores de antaño. Fue la muerte y desolación, ya que la población disminuyó en más de dos millones de personas.
Primero dicen que fue la colocasia, producto tropical de notables semejanzas –quizás antecedente de la papa andina– de la que se proveyeron los peruanos desde tiempo inmemorial, y después ya el conocido tubérculo, el que por más de siete mil años fue indispensable fuente de supervivencia: “La mitad de los indios no comen otra cosa”, decían los conquistadores hispanos cuando invadieron las altas tierras de los Andes.
La que llegó a ser llamada trufa por nuestros antecesores ha salvado la vida a mil generaciones de la humanidad, con su feo aspecto y su monótono sabor ha sido capaz de relevar al todopoderoso nabo alimenticio de nuestro Medievo, a la imprescindible col que conformó el choucrout de los pueblos germánicos hasta hace pocos siglos, y hasta al todopoderoso trigo cuando las cosechas del cereal así lo obligaban.
Cuarto producto en la producción mundial agrícola, no se hace noble y gastronómico hasta que no cae en manos del Viejo Mundo, que lo sofistica hasta el primor después de haber desempeñado su labor alimentaria. Pero antes tuvo que intervenir Antoine Parmentier, que sacó la patata del ostracismo que la había ocultado al mundo por el temor que inspiraba su consumo, ya que se consideraba producto venenoso.
La preocupación a mediados del siglo xvii por la alimentación había propiciado por parte de la Academia de las Ciencias francesa un concurso con el sugestivo título de: “Para la búsqueda de una sustancia que pueda atenuar las calamidades de la hambruna”, que fue ganado por el agrónomo al que hacemos referencia, que llegó a plantarlas en los terrenos que el rey le había concedido para sus experimentos, logrando de esta suerte el favor popular y el nobiliario. Los ejércitos se alimentaron de patatas, imitando así a los campesinos, que las consumían a placer. Desde entonces, civiles y militares nos inflamos a comerlas.