Flama reivindica la brasa, la juventud y el Mediterráneo junto a Llavor y Citrus del Tancat
Flama vivió una de esas noches en las que, si no haces fotos, dudas al día siguiente de que hayan ocurrido. La Gran Vía bajó unas revoluciones, la puerta se cerró, el fuego tomó la palabra y tres cocineros que están escribiendo su futuro a toda prisa se encargaron de recordarle a Valencia por qué sigue mirando de frente al Mediterráneo cuando quiere hablar de cocina.
Eduardo Espejo ejerció de anfitrión con la calma de quien sabe que la brasa, cuando se la respeta, siempre devuelve algo más que humo. Cedió su casa, su ritmo y su leña para que las ideas de Jorge Lengua y Aitor López encontraran un lenguaje común, aunque cada uno llegara con su propio acento y sus propias obsesiones.
Lengua y López, recién asentados en el mapa Michelin, se movieron con la soltura de quienes todavía no han perdido el vértigo ni las ganas de jugar. Venían con la temporada bajo el brazo, con la memoria del territorio muy presente y con esa intención tan poco impostada de demostrar que el Mare Nostrum no es solo una postal, sino un mercado diario del que tirar cuando toca ponerse serios frente a los fogones.
La velada se construyó como un menú degustación único para la ocasión, con platos propios y otros pensados a seis manos, donde el hilo conductor no era el nombre del chef, sino la lógica del relato. El arranque, con una quisquilla de Santa Pola marinada, funcionó como declaración de principios: producto limpio, mordisco reconocible y un punto de acidez que abría apetito y conversación a partes iguales. A continuación, una cococha de merluza con judías y patatas en salsa verde subió el listón de la untuosidad, recordando que la cocina de mar también puede ser pura caricia cuando se la deja reposar en la cuchara.

Quisquilla de Santa Pola marinada.
El tercer pase, fue probablemente el primer momento en que la sala entendió que aquella noche no iba a haber concesiones a la comodidad. Mar y montaña sin complejos, textura y grasa bien medidas y un final lácteo que abriría una puerta distinta a lo que se espera de un plato de chipirón. Después llegó la gamba roja a la parrilla con guisante lágrima y sabayón, que jugó en la liga de los clásicos contemporáneos: producto mayúsculo, un punto de cocción milimétrico y un acompañamiento que suma sin distraer.

Chipirón a la brasa con galeras, papada y queso de La Caseta d’Espadà
En la segunda parte del menú, la cocina a leña de Flama dejó claro que la brasa no era un recurso estético, sino el verdadero centro de la propuesta. Los tendones de atún rojo estofados en colágeno de pimiento asado y habitas demostraron que también hay poesía en los cortes menos obvios, siempre que se tenga la paciencia suficiente para respetar tiempos y texturas. El dentón a la parrilla con setas y consomé de fricandó jugó con la idea de que un pescado puede vestir de carne si el caldo que lo rodea está bien escrito.

Tendones de atún rojo estofados en colágeno de pimiento asado y habitas
El tramo final salado se apoyó en dos platos que hablan el idioma de la casa y del territorio: un arroz de caracoles y conejo al sarmiento, de los que reclaman silencio en la mesa, y una codorniz de maíz con jugo de col asada y parfait de interiores que no pedía permiso para mostrar su parte más intensa. Hubo humo, sí, pero también precisión; Hubo memoria de paella de domingo y caza de invierno, pero pasada por el filtro de una cocina que entiende que la nostalgia, si no se toca con técnica, se queda en anécdota.

Arroz de caracoles y conejo al sarmiento
El postre, un flan de trufa negra con helado de leche de oveja ahumada fue más desenlace que alivio. En lugar de dulzor fácil, planteó un cierre de tonos tostados, profundidad aromática y una cremosidad que enlazaba con todo lo que había ocurrido antes en el menú: humo, lácteos bien tratados y un Mediterráneo que también sabe ser oscuro, invernal y serio cuando quiere. No fue un “borrón y cuenta nueva”, sino la última frase de un discurso que no buscaba likes rápidos, sino recuerdo.
Al salir, Flama volvió a ser el mismo restaurante de siempre, con su cocina de brasas y su ritmo habitual, pero algo había cambiado en quien había estado dentro. Porque hay noches que no se miden solo en pases ni en estrellas, sino en la certeza de haber asistido a un ensayo general de la cocina que viene, con tres cocineros demostrando que, cuando se ponen de acuerdo, el Mediterráneo cabe en un solo comedor.
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