García Santos
El mejor crítico gastronómico de Europa

Artículo de opinión de Rafael García Santos sobre las revoluciones en gastronomía, auge y decadencia.

De las cinco revoluciones que ha vivido la alta cocina en los dos últimos siglos y medio, nos ha tocado vivir en primera línea de fuego las dos últimas: la Revolución Francesa y el cambio del banquete de palacio al restaurante. La vuelta a la pomposidad con Arginzoniz «Etxebarri» y los Castro, Casañas y Xatruche Époque, la Nouvelle Cuisine y «La Década de Oro de la Cocina Española».

Hemos sido unos privilegiados.

¿Cuándo nace la última revolución? No tiene una fecha. Es un movimiento que se siembra a finales de los ochenta, que toma cuerpo en los noventa y que culmina en la primera década del siglo XXI con su mayor esplendor artístico y su reconocimiento mundial.

Es una actitud inconformista que enarbola la creatividad y persigue la perfección, como todos los cambios culturales relevantes.

Que brota en un país gastronómicamente irrelevante, donde había humildad y ganas de ser, donde van apareciendo «jóvenes muertos de hambre» dispuestos a cambiar el mundo, a conquistarlo con su obra.

Recordemos el «origen tabernario» de los protagonistas (Adrià, Berasategui, Roca, Arbelaitz, Ruscalleda, Aduriz, Dacosta, De La Osa, Arguinzoniz, Alija, Morales, León,  Atxa, Manzano.)… Quienes, junto a Arzak y Subijana, eternos innovadores, dieron gloria a la causa.

Fue un proceso de evolución entre una nueva cocina que se hacía vieja y un cambio generacional con rompedoras ideas provenientes de los ídolos emergentes a los que admirar: Robuchon, Bras, Gagnaire, Veyrat… Esos chefs fueron los modelos en que aprendimos y nos inspiramos. Recuerdo que entre 1987 y 1995 todos pasaron por el Certamen de Alta Cocina de Vitoria, en Zaldiaran.

Fue una época marcada por una pluralidad enriquecedora: cada cocinero debía exhibir personalidad, cultivada y diferenciada.  ¿Qué tenían en común las propuestas de todos ellos? El espíritu innovador. Los estilos tenían impronta.

Un periodo en que se alentaba a los jóvenes y que ha dado decenas de magníficos cocineros.

En aquel entonces, el esfuerzo era la cultura dominante. Aquellos chicos se realizaban en el trabajo, con interminables jornadas de investigación y cocina.

Un tiempo de crítica y autocrítica.

Valores como el ser por encima del estar.

La gente era idealista.

Y, ¿qué pasó? Que la decadencia que corría por Europa, que había llevado a la decrepitud francesa, presa de impuestos, regulaciones, egocentrismos y materialismos, acabó por instalarse también en España.

Influyeron, como siempre en la historia, los condicionantes económicos y sociales. España pasó en el 2008 de disfrutar de una economía próspera a una situación degradante que llegó en 2012 al borde de la intervención.

Los cocineros y sus negocios asistieron a una crisis pasmosa.

Muchos restaurantes cerraron. Y, los que no lo hicieron, llevaron a sus dueños a ganarse la vida como promotores de negocios, gerentes gastronómicos, publicistas, showmen y hasta cómicos.

Fue el momento donde se empezó a reconocer que el restaurante gastronómico no es rentable.

La verdad es, que, salvo contadas excepciones, el modelo de negocio no es válido. El cocinero deja de serlo y se dedica a todo salvo a crear recetas y cocinar. Para eso ya tiene chavales. Se pierde el respeto al cliente. La materia prima viene a ser un 10% o 15% del precio.

Los chefs se han hecho viejos: solo piensan en figurar y ganar dinero. Y su ciclo ha pasado del de artista culinario a empresario con intereses económicos. Todo ello en una sociedad donde la mentira prevalece sobre la verdad.

Todos los ingredientes que maneja la cocina hoy son muy distintos de los que propiciaron aquella gran revolución.

Mi admiración por gentes como Arginzoniz «Etxebarri» y los Castro, Casañas y Xatruch «Disfrutar», que siguen siendo artesanos de la cocina. Que se ven felices con lo que siempre fueron: cocineros.

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