Juan Lagardera
Aunque el origen de los cítricos se sitúa en las zonas tropicales de la China, al sur del Himalaya, los expertos distinguen cuatro familias primigenias, los cítricos ancestrales: Maxima, Medica (toma su nombre de Media, la región de los medos en la antigua Persia), Micrantha y Reticulata. De éstas familias parten todas las variedades conocidas a través de procesos de hibridación, casi todos ellos naturales, pues esa es una de las características biológicas de los cítricos, su constante evolutiva.
La naranja, el limón, la mandarina, el pomelo, la lima… son cítricos comunes en Occidente que todos conocemos y distinguimos en los mercados. Los valencianos, acostumbrados a la cultura citrícola, podemos añadir algunas variedades más como la navel, la clementina, la satsuma o la sanguina. Y los buenos gourmets saben de la existencia del exquisito yuzu japonés, las pequeñas naranjas de la China o kumquat, o el caviar cítrico que tanto ha difundido Santiago Orts desde Elche.
Pero todo eso no es nada cuando llegamos a la huerta de Gandía.
Allí, en los últimos testimonios de lo que fue un feraz territorio entre el mar, las montañas y el marjal, enriquecido primero con la caña de azúcar y a partir del siglo xix con los naranjos, en medio de la urbanización masiva de la frágil línea costera, atestada de horrísonas torres de apartamentos y cúmulos de chaleteros, se encuentra Todolí Citrus, la fundación creada por un hijo y nieto de agricultores dispuesto a enaltecer la obra de sus antepasados y reconocer toda su memoria rural.
Todo un vergel en Palmera
Estamos en Palmera, a dos pasos de la playa. Vicent Todolí ha vuelto a la tierra de su niñez. Hace unos años visitó en el sur de Francia un vivero de cítricos, cultivados en grandes macetas y bajo techo. Eso se puede hacer mejor en el Mediterráneo español, pensó Todolí. Descubrió entonces la pasión que despertaba en la Italia del Renacimiento la citricultura, la pulsión coleccionista de los Médici florentinos, capaces de atesorar obras de Miguel Ángel y Donatello junto a limones exóticos procedentes de Oriente. Al fin y al cabo, el afán por coleccionar es también el de añadir para saber más y más, y lo mismo da que sea arte que botánica.
Vicent Todolí sabe muy bien de qué se trata. Lleva años dirigiendo museos de arte contemporáneo –algunos de los mejores como la Tate Modern, el Serralves de Oporto, el Hangar Bicocca o el Ivam valenciano–, comisariando exposiciones por medio mundo y asesorando a importantes colecciones. A él le ha arrebatado apasionadamente la citricultura tras su experiencia produciendo Totoli, un aceite de oliva virgen extra de calidad radical. Ahora mismo ya dispone de más de 400 variedades de cítricos a lo largo y ancho de una finca de 50.000 metros cuadrados y cuidada con esmero y abonos orgánicos.
Un museo de cítricos creado desde un terreno familiar
La idea de un museo de cítricos plantados sobre la tierra se puso en marcha desde el terreno que había pertenecido a su familia durante años. A partir de ahí ha ido adquiriendo los huertos vecinos sobre los que pendía un futuro urbanizador, pagando unos costes inasumibles para la agricultura. Entre utópico y revolucionario, Todolí está dispuesto a imaginar el Jardín de las Hespérides que los antiguos situaban en algún punto del Levante hispánico.
Y eso parece. Para llegar hasta aquí hay que cruzar unas feísimas urbanizaciones, y de improviso aparece una extensión paradisíaca, el paisaje mediterráneo que dejó boquiabierto al mejor pintor de su tiempo, el flamenco Jan Van Eyck, y que tras reconocerlo en Valencia lo recrearía junto a los pináculos góticos en el retablo del Cordero Místico de Gante. Pero en este huerto solo hay una nueva y pequeña construcción que se ha alzado sobre la antigua casita de aperos de su padre. Es una ligera exquisitez arquitectónica de aires californianos, compuesta por Carlos Salazar, quien no esconde la influencia recibida de Frank Gehry en cuyo estudio llevó a cabo una estancia.
Madera, acero galvanizado, vigas de hierro y amplias cristaleras confieren carácter al edificio concebido como un laboratorio para cocineros. No es una orangerie, los invernaderos para cítricos que también se pusieron de moda en media Europa de la Ilustración. Todolí lo recalca, el proyecto de su finca consiste en mantener sobre la tierra fértil valenciana la cultura citrícola, toda la posible, la autóctona pero también la que procede de Italia, de Oriente, de las antípodas australianas…
Se trata de un museo vivo de la mejor colección privada de cítricos del mundo, cuidado con el mimo y la elegancia de los agricultores japoneses y con el respeto a las tradiciones de los italianos. La única concesión lúdica es una pequeña acequia que muere en un estanque liviano: no riega nada, solamente recuerda cómo funcionaban los campos valencianos cuando se podía regar a manta, lo cual, ahora, está prohibido. El agua para el campo está más que racionada.
Cocineros del más alto nivel
Ferran Adrià, Andoni Aduriz, Albert Raurich o Ricard Camarena son algunos de los cocineros de alto nivel que han venido ya a reconocer las investigaciones de este museo. Varios restaurantes cercanos como Casa Manolo de Daimús o Gloriamar de Oliva ya preparan menús de inspiración cítrica dedicados al centro de Todolí. A todos ellos les ha hecho probar sus múltiples variedades.
A lo largo de los huertos, Vicent y sus ayudantes disponen mesas para llevar a cabo las diversas catas. De repente se descubren parientes del pomelo con texturas y sabores muy distintos, el japonés Hirado Buntan o el Citrus Maxima –en inglés, Shaddock–, el A Frutto Rossa más texturizado. Luego se alcanzan los que se desarrollaron desde las tierras medas de Oriente Próximo como los Citrus Medica o Cidras, los Mangiagli de profundos aromas, de los que se come la carne y el albedo –la parte blanca– pero no el flavedo –la corteza– que atesora los aceites esenciales sin acidez.
Todo tipo de variedades de cítricos
El recorrido resulta enciclopédico. Aparecen las Bergamotas, la Mano de Buda con sus rugosidades en forma de dedos, la Lumia de Nápoles que trajo Alfonso el Magnánimo, tan itálico como valenciano, o la Cidra Etrog, conocido también como limón poncil, el cítrico que los cohen o sacerdotes judíos enarbolan durante la ceremonia del tabernáculo y que el citado Van Eyck pintó en la mano de su Eva de San Bavón de Gante, símbolo de la fertilidad. Pero hay cítricos también llamados mordiscos de Adán por su forma parecida a un gran pezón.
Y llegan las pequeñas Fortunellas, que a pesar de su nombre italiano proceden de Indonesia, la China o Tailandia y se comen enteras, incluida su piel dulce, como la de la Obovata. Y hay limas como la Limetta romana o de España, que no tiene acidez alguna, la rugosa Kaffir que se puede utilizar para el curry verde tai, o la Lima confitada cuya hoja es perfecta para aromatizar unos buenos mejillones al vapor. Por momentos parece que estemos en Jurasic Park dado el tamaño, como grandes melones, de los frutos limoneros que penden de los árboles. Son calibres insólitos para nuestros conocimientos y la agricultura comercial. Como los naranjos de sanguinas a los que se podan las raíces para que ahuyenten enfermedades y puedan envejecer más de un siglo.
El paseo prosigue entre cidras, taronjas y mandarinas… como la Sans Glande de origen japonés, una mandarina amarilla, de elegante dulzor; las naranjas amargas de cuyas hojas se extrae la esencia Neroli, muy valorada en perfumería; la Canaliculata o Kiku Daidai cuyo fruto parece una pequeña calabaza pero que también utilizan en Japón como árbol ceremonial de la Navidad… Un museo al aire libre, sorprendente, ancestral, para recuperar e investigar los valores de unos frutales que desde tiempo inmemorial se cultivan por sus provechos terapéuticos, aromáticos y gastronómicos. Para los valencianos es como sentir parte de su alma.