Atún. Un plato japonés y también occidental

Alfre­do Argi­lés

Decían los roma­nos que el atún tie­ne que ser pes­ca­do en Bizan­cio, y ade­más su cap­tu­ra se debe rea­li­zar en el pla­zo que trans­cu­rre des­de la sali­da de las Plé­ya­des has­ta la pues­ta de Arctu­rus, que no es otro que el que dis­cu­rre entre media­dos de mayo y fina­les de octu­bre, para que sus car­nes se nos mues­tren en ple­ni­tud.

Los atu­nes pro­ce­den­tes del Océano Atlán­ti­co por su par­te nor­te –casi en los fríos pola­res– se diri­gen al Medi­te­rrá­neo para des­ovar las impor­tan­tes can­ti­da­des de nona­tos que por­tan en su seno –que en los ani­ma­les mejor cons­ti­tui­dos lle­ga a ser de cua­ren­ta y cin­co millo­nes por madre– y en ese dis­cu­rrir por las aho­ra cáli­das aguas se encuen­tran con las artes de pes­ca tra­di­cio­na­les o con otras más moder­nas y sofis­ti­ca­das, para caer en las redes de los cap­to­res y así dar con sus hue­sos en un pla­to japo­nés.

Atu­nes.

Cla­ro que el japo­nés tie­ne el capri­cho de comer­lo casi al ins­tan­te, y aquí cap­tu­ra­do y sin con­ge­lar, a bor­do de un avión lo lle­van a Tokio, en cuyo mer­ca­do son capa­ces de pagar dos millo­nes sete­cien­tos mil euros por un her­mo­so ejem­plar de poco menos de tres­cien­tos kilos.

Cada boca­do sale por un pico, pero qué decir del sabor que alma­ce­nan sus car­nes, gene­ra­das por mil comi­lo­nas que los atu­nes hacen de las anchoas y otros peque­ños y sabro­sos pece­ci­llos que les rodean en sus corre­rías a lo lar­go de los mares. Ya el romano Ora­ta daba a sus dora­das de pis­ci­fac­to­ría para comer solo ostras del lago Lucrino, que tenían fama de ser las más finas y sabro­sas. Y es que la idea de que lo que se come se cría vie­ne de muy anti­guo.

Atún cru­do.

La per­fec­ción gas­tro­nó­mi­ca del atún dicen que se pro­du­ce en el cor­te y no en el coci­na­do, y en eso son maes­tros los orien­ta­les, que han expor­ta­do a medio mun­do la deli­ca­de­za del sushi y del sashi­mi, aun­que en otras cul­tu­ras más cer­ca­nas se han uti­li­za­do para hacer sabro­sí­si­mos mar­mi­ta­kos, rodea­dos de pata­tas y ali­ña­dos con dure­za con rico pimen­tón; o bien mez­cla­do con cebo­lla, cara­me­li­za­da tras un lar­go paso por el acei­te y la sar­tén.

Mas para cor­tar y coci­nar es pre­ci­so el paso pre­vio de des­pie­zar, ya que las dis­tin­tas par­tes del atún son dife­ren­tes, así como su pre­cio y uti­li­dad: amén de la sacro­san­ta ven­tres­ca nos fija­re­mos en el mor­mo, deli­ca­dí­si­ma pie­za que for­ma el cogo­te y que se come sin mayor pre­pa­ra­ción; los lomos –des­car­ga­do, pla­to– se coci­nan o se secan, dan­do lugar a la moja­ma. El morri­llo se hace a la plan­cha, así como el des­car­ga­mien­to y el taran­te­lo –situa­do detrás de la ven­tres­ca, en la par­te baja del ani­mal– pudien­do dejar para los gui­sos la cola y espi­na blan­ca, y el con­tra­mor­mo, que como supo­ne­mos se alo­ja cer­ca de la cabe­za.

Nigi­ris.

La pie­za final es la hue­va del pez, que sin duda cons­ti­tu­ye su mayor teso­ro. La bol­sa que for­ma, sua­ve­men­te des­hi­dra­ta­da, pren­sa­da, sala­da y seca­da, for­man­do un solo cuer­po com­pues­to de miles de ellos, con un sabor que sin duda sur­ge de la inmen­sa con­cen­tra­ción de crías por boca­do, supera al caviar de estu­rión en pro­fun­di­dad de gus­to, y solo nues­tra ven­tu­ra nos per­mi­te sabo­rear­la a un asu­mi­ble aun­que alto pre­cio.

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