Mare

Miquel Gila­bert y su madre.

  • BENIDOLEIG (ALICANTE)

  • Plaça Dipu­tació, 4

  • 615 092 515

  • Abre lunes y domin­go al medio­día, y jue­ves, vier­nes y sába­do al medio­día y por la noche. Cie­rra mar­tes y miér­co­les.

  • A la car­ta o de menú (de 34 a 58 €)

Un asador primigenio en las montañas de Daiana

Juan Lagar­de­ra

Es como un lobo este­pa­rio, un asce­ta de la coci­na ori­gi­na­ria. Se lla­ma Miquel Gila­bert, y no es un dis­cí­pu­lo de Miquel Ruiz, padre de la mís­ti­ca gas­tro­nó­mi­ca en Denia. Gila­bert no habla mucho y le cues­ta expli­car­se. Ha crea­do el pri­mer asa­dor pri­mi­ge­nio en las mon­ta­ñas valen­cia­nas.

¿De dón­de vie­ne su for­ma­ción? Al pare­cer, hizo prác­ti­cas de muy joven en Qui­que Dacos­ta, lue­go qui­so estu­diar socio­lo­gía y, final­men­te, vol­vió a la coci­na en el Bas­que Culi­nary tras via­jar por el mun­do y antes de dedi­car­se a la foto­gra­fía y crear un canal pro­pio de Ins­ta­gram, cen­tra­do en imá­ge­nes y rece­tas de la coci­na ances­tral al que bau­ti­zó como Sucu­lent. Hace fotos y vídeos exce­len­tes.

Facha­da de Mare.

En reali­dad, los padres de Miquel regen­ta­ban un bar en el pue­blo de Beni­do­leig, en el inte­rior de la comar­ca de Denia, cer­ca de la Cue­va de las Cala­ve­ras. Y allí encon­tró su razón de ser. Este es el terri­to­rio que el genial etno­bo­tá­ni­co Joan Pelli­cer lla­mó Dia­nia, los valles que des­de el Gor­gos lle­gan has­ta la Vall­dig­na, tie­rras entre pie­de­mon­tes y lon­jas, llu­vio­sas y cáli­das, espe­jo de las islas Balea­res en sue­lo con­ti­nen­tal. A mi me gus­ta lla­mar Daia­na a este micro­mun­do carac­te­rís­ti­co por­que se ha fusio­na­do con el turis­mo y posee la mejor culi­na­ria valen­cia­na, sin duda. Dedi­ca­do a la dio­sa roma­na de la caza, inclu­yen­do a todos los ani­ma­les y las tie­rras sil­ves­tres por las que deam­bu­lan.

Así que Miquel regre­só a casa y con­ven­ció a su madre, coci­ne­ra ances­tral, de tirar aba­jo el bar y crear un res­tau­ran­te. De aspec­to moderno y fun­cio­nal pero dedi­ca­do a ahon­dar en lo más pri­mi­ge­nio. Orga­ni­zó un amplio y lumi­no­so come­dor jun­to a una lar­ga barra don­de se pri­vi­le­gian unas bra­sas dise­ña­das de un modo muy prác­ti­co. Y una bue­na cava para vinos tan par­ti­cu­la­res como su exi­gen­te pala­dar.

Sepio­net con alio­li lige­ro.

No sé yo si Gila­bert ha leí­do al gas­tro­en­te­ró­lo­go ame­ri­cano Wal­ter L. Voegtlin, pre­cur­sor de la lla­ma­da die­ta paleo­lí­ti­ca, o el mani­fies­to gas­tro­pa­leo­lí­ti­co del surrea­lis­ta fran­cés Joseph Del­teil y su pare­ja Caro­li­ne Dud­ley, todos ellos ante­ce­so­res de una de las die­tas de moda en el natu­ris­mo occi­den­tal. Se tra­ta de rei­vin­di­car la ali­men­ta­ción más vir­gi­nal, con menos pro­ce­sos, nin­guno de ellos indus­trial. Bús­que­da de la pure­za de los sabo­res y los coci­na­dos más arte­sa­nos. En dicho sen­ti­do, Gila­bert es paleo­lí­ti­co.

Por ese camino hacia la ver­dad más exen­ta de los sabo­res, la coci­na de las bra­sas que aña­de un ahu­ma­do natu­ral resul­ta impres­cin­di­ble para com­pren­der lo que Miquel Gila­bert quie­re mos­trar­nos. Y en esta línea se apro­xi­ma al tra­ba­jo de Bit­tor Argin­zo­niz en el asa­dor Etxe­ba­rri en un valle viz­caíno, todo ver­de y bos­que. Pero allí don­de el vas­cuen­ce mane­ja robles y cas­ta­ños, gran­des made­ros en com­bus­tio­nes vol­cá­ni­cas, nues­tro ígneo coci­ne­ro dia­nen­se emplea pali­tos de sar­mien­to o pun­tas de naran­jo para coci­nar peque­ños patos o sua­ves pes­ca­dos en vez de chu­le­to­nes.

Pes­ca­do a la bra­sa.

En honor a su guía culi­na­ria, Miquel lla­ma al res­tau­ran­te Mare, y le aña­de Sucu­lent, para enla­zar­lo con su tra­ba­jo como comu­ni­ca­dor en las redes socia­les. For­man una pare­ja calla­da y labo­rio­sa. Plan­tan sus ver­du­ras en el huer­to pro­pio, hacen sus embu­ti­dos con cer­dos de raza negra y los ponen a secar en la mis­ma coci­na, com­pran miel en pana­les, tues­tan ellos mis­mos sus deli­cio­sas almen­dras… y lo que no son capa­ces de hacer con los pro­pios medios lo adquie­ren a pes­ca­do­res y caza­do­res de con­fian­za. El resul­ta­do es un for­mi­da­ble via­je hacia un pala­dar lim­pio e inten­so, de sabo­res tron­ca­les.

Empe­za­mos con un pan case­ro al que aña­de pata­ta, con­fi­rién­do­le una espon­jo­si­dad inusual. Pan con acei­te y pimen­tón. Lue­go un pla­to con toma­te de col­gar (el úni­co que por su piel grue­sa aguan­ta todo el año) con unas hier­bas lla­ma­das llic­só (cerra­ja en cas­te­llano) pare­ci­das a la rúcu­la, y un cape­llà (boque­rón asa­do) que ha des­hi­la­cha­do para que pier­da fuer­za y sala­zón. El pla­to se con­vier­te en un deli­ca­do y sen­ci­llo jue­go de sabo­res y aro­mas.

No aca­ban aquí las ver­du­ras sil­ves­tres, que en el siguien­te pla­to acom­pa­ñan a unas trom­pe­tas negras y otras setas recién reco­gi­das en los pas­tos cer­ca­nos. Todo ello antes de lle­gar a una sobra­sa­da a la bra­sa con miel que se sir­ve en un mis­mo pla­to pero de for­ma sepa­ra­da para ir hacien­do prue­bas. La miel es un tro­zo de panal. La sobra­sa­da pro­ce­de de un cer­do negro, con­di­men­ta­da con pimen­tón dul­ce, tap de cor­tí, el rey mallor­quín de los pimen­to­nes.

Sobra­sa­da a la bra­sa.

La comi­da sube a mayo­res con una minia­tu­ra: un pul­pi­to (o sepio­net), solo uno, acom­pa­ña­do de una cre­ma de ajo. Es decir, un cefa­ló­po­do peque­ñí­si­mo y fres­quí­si­mo, vuel­ta y vuel­ta en las bra­sas, y un alio­li, redu­ci­do de poten­cia de sabor para dotar­le de suti­le­za. Lo con­si­gue. Uno se come la sal­sa y el pul­po por sepa­ra­do, sabo­rean­do la ori­gi­na­li­dad de la pro­pues­ta.

Le siguió un gran pla­to. Raya a la bra­sa con alca­pa­rras. La noble­za del pes­ca­do en todo su esplen­dor. Lle­na de mati­ces según comie­ras las dife­ren­tes par­tes del ani­mal. Lo mis­mo ocu­rría con un impre­sio­nan­te pato sal­va­je tos­ta­do con napi­col. Una car­ne, la de ese pato, tan equi­li­bra­da como inten­sa y dife­ren­te, con un reco­rri­do de sabor insó­li­to tras tan­to pato con­ge­la­do en Pekín o gui­sa­do con gra­sas y per­di­go­nes.

La ori­gi­na­ria comi­da cul­mi­na con un pas­te­li­to de gra­na­da y con un turrón de Jijo­na (el blan­do) a la plan­cha, una osa­día recom­pen­sa­da por el inge­nio. Está bue­ní­si­mo. Lue­go mos­ca­tel bio­ló­gi­co, final para una cata de unos cuan­tos vinos de uvas recu­pe­ra­das por los jóve­nes enó­lo­gos de la Mari­na.

Una expe­rien­cia úni­ca. La aven­tu­ra del regre­so a las raí­ces más pro­fun­das. No se tra­ta de nacio­na­lis­mo ni de loca­lis­mo, antes al con­tra­rio. Vol­ve­re­mos.

Cró­ni­ca de la visi­ta rea­li­za­da el 19 de octu­bre de 2022.

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