
Una mañana de fiesta y celebración
Juan Lagardera
Lo que durante lustros fue un exceso alimenticio en los bares de los polígonos industriales, el almuerzo obrero casi de buffet, se ha convertido por la gracia de una marca multinacional de cerveza, en objeto de culto gastronómico: el esmorzar. De tal suerte que los valencianos estamos consagrando una sobredosis calórica a media mañana a base de cacahuetes, encurtidos y bocadillo o entrepán. De hecho, el pan si no es de masa madre, mejor, más crujiente y con poca miga, pero siempre recién hecho.
Este esmorzar tiene todo el sentido del mundo si te has levantado a las 6 de la madrugada y estás desde las 7 dale que te pego en una obra, en el campo o descargando camiones. Si eres oficinista, estudiante o empleado comercial, puede resultar un exceso que se transforma en insano tejido adiposo. El esmorzar, además, liquida el apetito, lo que anula al mediodía el aperitivo, tan querido en plazas como el Madrid funcionarial y de porteros, capital de las tabernas perdidas con estupendos tiradores de cerveza. También se lleva mal con la barra, tan tradicional y suculenta en ciudades como Alicante, que en eso se parece bien poco a la capital valenciana.

La mesa en curso del almuerzo «de forquila»
Nuestro esmorzar de olivetes, salmorras, bocata i cremaet se está formalizando de tal manera que parece ya un rasgo más de la idiosincrasia valenciana. Tiene ese punto de burrera identitaria como lo fue antaño empinar el porrón con cazalla o con palometa si estábamos muy de verano. Sea como fuere, volver al tajo después de tomarse una bebida con más de 40 grados parece un destarifo, todo un disparate. Algo que las chicas, en general, no practican ni por asomo. Porque, como norma más habitual, el almuerzo femenino no existe: ellas desayunan, y dado que son más sabias y sanas prefieren una tostadita con aceite y tomate, un poco de aguacate con salmón si acaso y un café con leche y azúcar moreno. Se cuidan.
El cacau del Rall
La presente reflexión viene a cuento porque no hace muchos días, el pasado miércoles otoñal 10 de diciembre, a eso de las 10 de la mañana, fuimos convocados en un restaurante peculiar: El Rall, de Benissa. Había que celebrar entre amigos la consecución del Cacau d’Or 2025 por parte del mejor establecimiento. Un galardón por sus méritos esmorzarencs, dado que El Rall, perteneciente a la familia Crespo, se encuentra no exactamente en Benissa si no en la cala conocida como La Fustera, apenas a cincuenta metros del agua, en esa lengua del término benissero que se abre paso entre Moraira y Calpe, es decir, en territorio mayormente guiri.

Ensalada con encurtidos, «cacahuets i tramussos», aceite y la hogaza de pan
Es importante señalar esto porque lo de El Rall debe su nombre a esa técnica ancestral de pesca, la de la red o rall que se lanza de pie desde la misma playa, y en su propio dintel de entrada reza la leyenda «Tradició Gastronòmica», en valenciano normativo. Y aquí, bajo la dirección de Ximo Crespo Arnau y con Macarena Fortón ejecutando en la cocina se propone un recetario ancestral del territorio de la Marina Alta, con clásicos que van de las cocas o las salazones al arroz, pero también con platos casi perdidos que rescatan para satisfacción del paladar, la memoria y los estudios de antropología.
Esa mañana junto a la playa –donde una mujer joven de aspecto nórdico se bañaba como si nada–, se reunieron más de doscientas personas a almorzar en El Rall. No hubo bocadillos sino un menú portentoso que ayudó a configurar el cocinero de Pego y la televisión, Jordi Morera. Se alargó la fiesta gastronómica hasta el mediodía, así que hizo las veces de ese invento británico que llaman brunch –contracción de breakfast o desayuno, y lunch o comida, o sea, un almuerzo a la inglesa–.

Clafolls, cebollas a la brasa.
A mí, en cambio, me recordó los almuerzos a taula o de forquilla que tanto gustan a los pàgesos catalanes, dado que allí no comen pan sino es restregado con ajo, tomate y aceite de arbequina. En El Rall nos sirvieron un buen pan, pero no de bocadillo, sino una sabrosa hogaza redonda, para mojar los platos de guisos que allí nos dieron a degustar: Pulpitos encebollados, Pelletes de atún, también Bull del mismo atún, Peus de porc, Rabo de ternera y no sé si también Cap i pota, que de tanto plato terminé mareado. Hubo Fritura de palayas y pescadillas, Conejo al ajillo y una reliquia culinaria de la que un servidor no había oído hablar nunca: los Clafolls… A saber: medias cebollas que se cocinan a las brasas durante tiempo, a las que se añade una anchoa para darles más profundidad de sabor. Una maravilla de cocina humilde, sencilla y gustosísima.
Tengo que volver a El Rall para comprobar si lo vivido es costumbre o una rareza. En sus activas redes que ahora sigo anuncian múltiples jornadas gastronómicas. Desde el almuerzo de la mañana del 22 para seguir el sorteo de la lotería de Navidad –con jamón de pedrea– a un sábado con aperitivo a 5 euros a base de caña de cerveza más pelota del puchero. El día del regreso espero probar algo que me fascinó de su carta: el «arroz prohibido», un mar y montaña a base de perdiz y morena. Después de probar, allí en El Rall, las maravillosas pieles crujientes de ese pescado, la morena, el arroz promete fabulosas sensaciones.

Guisado de pulpitos.

