Riff, de Valencia

Sala principal del restaurante.
  • Conde Altea, 18. Valencia.

  • 671 875 975

  • PVP medio por persona 75,80-138,80 € (menús degustación), sin bebida.

El sacro inquieto germánico

Juan Lagardera

Me pierdo en la noche de los tiempos, pero tengo nítido el recuerdo de la primera vez que comí en un restaurante de Valencia perteneciente al cocinero alemán Bernd Knöller: 63 años, natural de la Selva Negra, la tierra más pintoresca de Centroeuropa, donde habitaron los cuentos narrados, las hadas, los frondosos bosques, los filósofos y los frutos rojos. Desconozco las razones que le indujeron a venirse hacia el Mediterráneo. Tal vez una chica, o la llamada del caloret. Se lo preguntaré la próxima vez.

En aquel entonces, puede que haga más de treinta años, Knöller regentaba solo un modesto restaurante hacia el final de la calle Sueca. Allí daba de comer una mousse de berenjena que se hizo famosa en la ciudad entre los escasos gourmets del momento. Empezaba a comentarse que un tipo raro, en la costa de Girona, estaba deconstruyendo la tortilla de patatas. La berenjena de Knöller se inspiraba en esa época fundacional de la revolución culinaria española.

Después de la calle Sueca vino un restaurante más puesto en Conde Altea, El ángel azul, claro homenaje a la historia del profesor Unrath de Heinrich Mann que filmó Josef von Sternberg. Varias manzanas y años más allá inauguró el más moderno y esteta restaurante de Valencia, el Riff –que no está dedicado a la región marroquí sino al fraseo acentuado de la guitarra–, decorado de forma minimalista por Andrés Alfaro. Lustros después ocurrió el episodio mortífero de la colmenilla –en realidad fue un atragantamiento–, un cierre, un traslado y una reforma para darle un punto de mayor calidez.

Pan de aceite y romero

A lo largo de toda esta larga trayectoria, Knöller no solo no se ha quitado de encima su pésimo acento a la hora de hablar castellano, ni siquiera desde que oficia de locutor de radio, al tiempo que ha mantenido un espíritu y una mirada muy jóvenes, como de eterno alternativo, sino que se ha dedicado a ensayar una y mil veces todos los caminos imaginables en la cocina. Y así sigue. Dice que no es verdad que esté todo inventado, que cada día descubre algo nuevo y todo ese trajín le mantiene en forma física y mental.

Cuando vino a nuestro país traía una formación de cocina clásica burguesa alemana. Sólida. Pero aquí descubrió la chispa latina y la susodicha revolución adrianesca. Dos matrimonios y tres hijos (uno de ellos, artista plástico) después, allí sigue, en su Riff, ahora en el centro del restaurante, siempre sonriente y risueño, pero su relato lo describe a la inversa: como Alemania va una década por delante de España, cada vez que viene de allí se trae, dice, las novedades que a buen seguro terminarán por imponerse aquí.

Pez mantequila

No le falta razón. Fue un pionero en los menús vegetarianos, también en introducir a un chef japonés en su cocina (Toshi, desde hace años con su propio restaurante), ahora a un coreano (lo más actual en Nueva York), en trabajar los arroces de un modo contemporáneo o hacer sus propios panes, en fantasear con los contrastes de color de los platos… y en esta su penúltima etapa en devolver la cocina al centro del restaurante, desacralizarlo, abrir los menús a las cartas personales, hacer más divertida y cercana la supuesta alta cocina…

Comí en su barra mientras descubría sus trucos y trampantojos. Fue muy divertido y, además, comí muy bien. Empezando por una ostra valenciana, de esas gordas muy gordas, grasas, que se han empeñado en cultivar en bateas en el golfo de Valencia. Me gustan las ostras finas y sin nada más que un ligero toque cítrico. Pero estas son tan carnosas que necesitan una buena condimentación. Knöller las ahuma para después sazonar con apiobola, avellana, caviar limón y hierba cosmos. La mejoró sensiblemente.

Ostra

A continuación, llegó un anodino plato de encurtidos, salvo el pepino, con un suave avinagrado dulzón fantástico. Más un Bloody Mary presentado como un champagne, ligero el toque de vodka y sustituido el denso zumo de tomate por un jugo de agua de tomate, mucho más ligera y herbácea. Con su toque de tabasco, por supuesto. Exquisito.

Pasamos a un primer arroz. El brut. Se trata de un arroz –de la variedad Albufera– cocido en su punto –nada de al dente– con un caldo de pescado y sepia, al que una vez emplatado se le espolvorea con la tinta deshidratada y convertida en polvo además de añadirle unos trocitos decorativos de las patitas de un calamar. Era brut por lo negro, pero de sabor limpio y nítido. Una sabrosa modernidad conceptual. Arroz a lo Joseph Beuys.

Arroz brut

El segundo es todavía más arriesgado. Un arroz de champiñones oxidados –a los que ha sometido a un secado en el horno–, acompañados de levadura de cerveza. El arroz, totalmente vegetariano, adquiere un sabor rotundo y a la vez claro, como si fuera un risotto hecho con un suave queso, y al que la levadura le confiere también sabores a frutos secos.

Tras las gramíneas, un rotundo plato de mollejas de ternera cocinadas a la brasa, con una cebolla perfecta en su cocción y una salsa demi glace aligerada. Perfectas de ejecución.

Mollejas de vaca con cebolla

Para terminar, Knöller se empeñó en que probáramos un postre que anunciaba como espagueti con tomate y parmesano… Había tomate y parmesano, pero los espagueti eran un trampantojo. En realidad, se trataba de un helado de queso azul muy suave a base de filamentos parecidos a una pasta italiana y que había que comerse muy deprisa, antes de que se derritieran, una vez salían de la máquina de helados. Sabroso y ocurrente.

Lo dicho, una gran comida de manos de este desacralizado pero inquieto e imaginativo alemán transfigurado en ser mediterráneo.

Pinchar en las imágenes para verlas ampliadas y en carrusel.

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