
Variedad y cercanía
David Blay
Comer en Kibo nunca supone la misma experiencia. En parte por su apuesta por mezclar ingredientes mediterráneos y tradición japonesa, usando la temporada como foco. Pero también por una carta mucho más amplia de lo habitual en locales de similares características.
Si bien disponen de un menú de mediodía entre semana a un precio de 21 euros y de una opción de degustación (muy completa) por 58 euros, el comensal podría volver al menos una vez al mes y apenas repetir platos. Una ventaja en la mayoría de los casos, pero quizá un aspecto que resta anclajes emocionales a quienes persiguen recetas que se quedan en la memoria y que buscas volver a ser disfrutadas una y otra vez.
Lo primero que ofrece el local es paz. La sensación es de amplitud, muchas de las mesas están alejadas unas de otras, los cristales altísimos dejan entrar la luz y la cocina está a la vista pero no pegada a los comensales. Es un sitio que sirve tanto para una comida familiar como para una reunión laboral. Y sorprendentemente bien engranado en sala con menos gente de lo habitual moviéndose entre los clientes.
Gran parte del mérito es de Álvaro Domingo, que no solo recomienda la comida y elige la bodega sino que vigila la perspectiva completa de lo que ocurre en el espacio. Un perfil de alta profesionalidad, que ganaría todavía más enteros con algo tan sencillo como la incorporación de más sonrisas a su amable y educado repertorio.
Él se convierte en la extensión de Yayi Zhu, que saca platos independientemente de la dificultad de su elaboración con una sorprendente celeridad. Sobre todo, por la precisión que suponen algunos cortes y la variedad de minutas que pueden llegarle a diario a la zona de la cocina. Donde, por cierto, se puede optar a comer en la barra.
Lo curioso de Kibo es que se trata de un restaurante japonés donde podrías comer o cenar sin apenas recetas orientales. Echando un vistazo a la carta, no sería descartable un ágape basado en falso grisini de curry con romescu, pulpo braseado con espuma de boniato, steak tartar de solomillo y tuétano, sepia con mayonesa de hierbas, su selección de verduras kilómetro cero sobre alga codium y magret de pato a baja temperatura.
Pero su fuerte estriba en la cocina que más exhibe y publicita. Y, por encima de todo, en la elección de la materia prima que le acompaña. Snacks como el buñuelo de pulpo con mayo kimchi y la falsa roca de gamba roja con ponzu y lima abren cualquier paladar, antes de pasar a sus excelentes cortes (por sabor y grosor) de sashimi. La presencia del atún rojo Balfegó, acompañado de ventresca, hamachi o dorada con lima y sal rosa suponen uno de los bocados más destacados de su propuesta.
Como complemento para los amantes del sushi, una larga variedad de makis deriva hacia otra tanta de nigiris. En ellos, el producto continua estableciendo un alto estándar de calidad con chutoro, anguila o cigala con caviar. Pero la diferencia con los hoy líderes del ranking de este tipo de gastronomía es el arroz, cuya textura todavía necesita un punto más para igualarse a los más destacados de la ciudad.
Todo ello, por cierto, con la posibilidad de ser complementado por diversos tipos de sake y vinos menos comunes de lo habitual en este tipo de recintos. En una selección no excesivamente numerosa, pero sí escogida mezclando diversas denominaciones locales y nacionales con algún guiño internacional.
Lo que se evidencia es que hay una clase media de un nivel alto en la ciudad. Aunque todo el mundo busque la excelencia dentro de sus características, ni todos pueden ser punteros ni deben serlo. Algo que no debe esconder que una muy buena propuesta, que además ofrece un amplio abanico de precios, es un seguro en sí mismo. Lo demuestran los cinco años, con apertura en pandemia incluida, de un lugar que se ha consolidado en una de las millas de oro gastronómicas de la capital valenciana.
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