Alfredo Argilés
Estudio las cifras de la producción de miel y me asombro. No las cifras globales, sino las individuales. Una abeja debe beber de diez mil flores para obtener una gota de miel. Los insectos toman néctar de las plantas y regurgitan miel líquida, y sus compañeras de la clase obrera, que están al tanto, la vuelven a engullir y regurgitar, mas aireada, operación tras la que sellan con cera la celdilla que la contendrá, hasta que el apicultor o el oso que pretenda endulzar su vida la liberen.
Desconocemos la edad de las abejas como raza, y también desconocemos la de la miel, y cuanto más, desconocemos los años que el hombre ha disfrutado de su dulce sabor. Pero baste decir al respecto que en nuestras inmediaciones, por Bicorp, se encuentra la cueva de La Araña, y dentro de la misma hay unas pinturas que datan de los primeros años del periodo Neolítico, que en nuestras latitudes corresponde a unos cinco mil antes de Cristo, y que algunas de dichas pinturas representan unos hombres subiendo por unas lianas, a recoger la miel que algunas abejas habían acumulado en las paredes de algún risco, como solían.
Se dice en la Biblia que la Tierra Prometida estaba llena de arroyos de leche y miel, aunque ya suponemos que era poético el tono, pero es bien cierto que en el Egipto de los faraones –que se correspondió en buena parte con el de los judíos esclavos- la miel ocupaba parte importante en la alimentación y los ritos de unos y otros, como acaeció en los siglos posteriores con todas las civilizaciones e imperios que se sucedieron, en los que la forma de endulzar panes y pastas, e incluso de conservar los alimentos pasaba por inundarlos y recubrirlos del jugo de las flores.
El afán por los alimentos edulcorados en el mundo antiguo tanto parece deberse a una afición por los sabores amables y golosos como a la supuesta energía que aportaban al organismo, de la que andaban escasos los griegos y otros pueblos con limitada producción agrícola y ganadera. Esta exagerada –para nosotros al menos- afición a convertir en dulce todo lo que nació salado o neutro, se lleva a extremos inimaginables en el Medioevo, donde un porcentaje importante de las recetas que conservamos está presidida por el dulzor, que es tanto como decir, en el momento en que se produjeron, por la miel. No obstante, un dietista de la época, Arnau de Vilanova, no la recomienda a los cuerpos bien complexionados, los coléricos ni los de naturaleza caliente.
En la actualidad ha perdido gran prestigio, de forma primordial desde que ocupó el escenario de los dulces el azúcar ‑que aunque de menor poder edulcorante, se acomoda más a nuestras dietas y caprichos- y su recurso parece utilizado más por cuestiones sanitarias que golosas.
Sin embargo en otras nacionalidades, como los países árabes, la siguen empleando con la profusión que lo hiciesen sus antepasados, y tal como lo hacen nuestros compatriotas cuando la receta proviene del tiempo de los califas.