Café. Las cabras lo descubrieron

Alfre­do Argi­lés

Es de todos cono­ci­do lo que suce­dió a las cabras que pas­ta­ban entre los bos­ques de Kaf­fa, allá por Etio­pía, que comían las bayas de los arbus­tos que aquí y ahí sal­pi­ca­ban el pai­sa­je, y las rumia­ban como era su obli­ga­ción, y de estas manio­bras buca­les y esto­ma­ca­les sur­gió un jugo que las exci­ta­ba y no les per­mi­tía repo­sar.

Vis­to lo vis­to, el pas­tor que las cui­da­ba se enco­men­dó a la auto­ri­dad inte­lec­tual de aque­llas tie­rras, que no podía ser otro que el abad de su con­ven­to, el cual des­pués de algu­nas prue­bas y fra­ca­sos cons­ta­tó la capa­ci­dad de la baya para des­pe­jar las men­tes y azo­rar los cuer­pos.

Her­mo­sa como toda leyen­da, aun­que la reali­dad más pro­sai­ca indi­ca que las bayas ya las mas­ti­ca­ban los anti­guos pobla­do­res de esas tie­rras con el mis­mo áni­mo, para ani­mar­se. Y de allá lle­gó aquí, como en un sopli­do, de las cos­tas afri­ca­nas a Tur­quía, don­de sen­tó pla­za.

El café se hizo pre­sen­te en aque­lla cul­tu­ra, con tal éxi­to que se abrie­ron en la anti­gua Cons­tan­ti­no­pla luga­res espe­cí­fi­cos para tomar­lo, y que curio­sa­men­te se lla­ma­ron cafés, sien­do el 1475 el año de su pri­me­ra aper­tu­ra. Su expan­sión por el mun­do cono­ci­do fue ful­gu­ran­te, y más lo hubie­se sido si la igle­sia cató­li­ca enca­be­za­da por Cle­men­te VIII en aque­llos momen­tos no lo hubie­se pues­to en cua­ren­te­na, según algu­nos por­que era pro­duc­to para infie­les, según otros por­que pre­ten­día suplir al vino, mar­ca de refe­ren­cia de la casa des­de que Noé dio en san­ti­fi­car­lo.

Como quie­ra que fue­se se exten­dió entre noso­tros, y la pro­li­fe­ra­ción de los esta­ble­ci­mien­tos don­de se ven­día devino impa­ra­ble: Mar­se­lla, Lon­dres, Áms­ter­dam, Vie­na, Ham­bur­go, con­vir­tie­ron el café en su bebi­da favo­ri­ta y el lugar don­de se toma­ba se tor­nó cen­tro de encuen­tro social y lite­ra­rio, cuan­do no de cons­pi­ra­ción.

De Etiopía a América y de ahí al mundo

Decía­mos que el café es una baya, que hay que tos­tar y moler –o des­pe­da­zar, que eso va en gus­tos– para lograr que cuan­do pase el agua a su tra­vés se con­vier­ta en el líqui­do esen­cial. Cla­ses hay muchas, muchí­si­mas debe­ría­mos decir, aun­que las más seña­la­das dis­cu­rren por los cami­nos que mar­ca su ori­gen: el afri­cano y el ame­ri­cano.

Por­que sí, el pro­duc­to encon­tró tie­rras de pro­mi­sión en las Amé­ri­cas, en aque­llos terri­to­rios cuyo sue­lo y alti­tud con­ve­nía al arbus­to, y Bra­sil y más tar­de Colom­bia se hicie­ron con una sus­tan­cial par­te del mer­ca­do. El Cof­fea ara­bi­ca y el canepho­ra robus­ta se han eri­gi­do entre los más sol­ven­tes, aun­que no debe­mos olvi­dar la impor­tan­tí­si­ma con­tri­bu­ción actual de los viet­na­mi­tas, que pro­du­cen la mayo­ría de los que se ven­den en estu­ches aun­que sea menor su cali­dad.

El café hace bri­llar la men­te, opi­na­ban los clá­si­cos del pro­duc­to, alu­ci­na­dos por las luces que gene­ra al más romo de los inte­lec­tua­les. Al res­pec­to debo repro­du­cir la bri­llan­te aren­ga que escri­be Bal­zac para los que logren tomar de bue­na maña­na un seco y con­cen­tra­do pol­vo de café: “Lle­gan los recuer­dos al paso lige­ro, con las ban­de­ras al vien­to: la caba­lle­ría lige­ra de las com­pa­ra­cio­nes se des­plie­ga con mag­ní­fi­co galo­pe…” .

Suscríbete al boletín

Noti­cias, crí­ti­cas de res­tau­ran­tes, catas de vinos y acei­tes, etc.