
Vicent Navarro, al frente del restaurante.
El mirador de Ulises que soñó Barranquí
Juan Lagardera
No había vuelto a l’Olleta en la playa de la Olla de Altea, un fabuloso mirador al Mediterráneo junto a Villa Gadea, con la última pinada que asoma al mar y a la vista de la bahía donde desembarcó el ejército austracista que perdería la guerra de sucesión y los fueros. Altea, por eso, lleva en su escudo un blasón con la doble águila de los Habsburgo.
No había vuelto desde la noticia del fallecimiento de Pepe Barranquí, al que le deberé siempre el haberme llamado para escribir el pregón de las fiestas del Castell de l’Olla en agosto de 2008, un festival que se inventó el propio Barranquí, una celebración mágica y barroca, como nos gusta a los valencianos, cuando sobre el mar a oscuras se disparaban fuegos de artificio mientras una banda interpretaba la Música Acuática de Händel.
Fue muy estimulante. Como sería ver a Pepe instalarse en este lugar privilegiado tras años de lucha en un vecino chiringuito, El Cranc, y comprobar que al igual que se le ocurría una fiesta culta y colorista animaba la pedestre vida literaria de Altea con una editorial de poesía. Barranquí organizó, también, continuas sesiones de música ligera, de jazz y blues.

La playa de guijarros. Al fondo, Altea.
Le dediqué un sentido escrito cuando un común amigo, el legendario sastre Antonio Puebla me comunicó su fallecimiento. Hoy he vuelto, con Puebla y con otros colegas de la sección de arroces del club gastronómico La Cuchara de Plata. Y algunas cosas han cambiado.
Estoy seguro de que Barranquí, para empezar, estaría orgulloso de su hijo Vicent Navarro, al frente ahora del restaurante mediterráneo por el que se partió la cara. Vicent tiene buena planta y un contagioso entusiasmo por su negocio. Soporta nuestras manías y exigencias, lo que denota que es ya un buen empresario. Siempre amable con el cliente.
Es verdad que toda la oferta secundaria de l’Olleta, el espacio musical, las exposiciones y demás mandangas con las que Barranquí pretendía redimir el alma lúdica de alteanos y turistas, ya no se programan como antaño, pero en cambio l’Olleta ha dado un paso al frente en cuanto a rigor y profesionalidad.
Hay un numeroso equipo humano en el servicio, uniformado con sobriedad y elegancia, una simpática recepcionista, un maître-sumiller profesional, y el propio Vicent se desvive por entre las mesas y la barra para hacer agradable la visita. En la cocina, todo es más serio y organizado, al frente de cuyo tropel se encuentra el madrileño César Marquiegui, ex de Nou Manolín y Piripi, clásico de la arrocería y el tapeo alicantino.
Para empezar, l’Olleta sigue teniendo una muy buena bodega. Buen vermut y agradable cerveza de tiro. Como íbamos a comer arroz, elegí dos blancos impecables que maridan con sutileza. El Trilogía de Los Frailes (Els Alforins), y el Casa Agrícola de la bodega que Pepe Mendoza lidera en una localidad cercana, Llíber. Vinos coupages, afinados, ligeros y sabrosos, de autor. Encajan con el difícil arroz. A los postres, un fondillón, gran reserva 1964 de Robert Brotons, una de las joyas vinícolas alicantinas.

Pepe Mendonza y Los Frailes fueron las bodegas elegidas para maridar los arroces.
Arranca el almuerzo
La comida empieza con un pan de masa madre riquísimo, equilibrado de corteza y miga compacta, perfecto para mojar, y así lo hicimos con un sobresaliente alioli, sabrosísimo pero sin repetir de ajo y bien amarillito, lo que no es nada fácil. Luego entramos con un pequeño festival de tomates raf con salazones y una salsa que no terminamos de identificar y que apenas aportaba al plato. No soy muy amigo de la textura gruesa de los raf, aunque es verdad que suelen ser más dulces, lo que no era el caso. En cuanto a los salazones, pues que salvo la buena hueva de atún y alguna más casera de maruca, los que se suelen comercializar en general no resuelven ninguna gran comida.

Festival de tomate raf con salazones.
Continuamos con una tosta titulada “catalana de atún”. Lo del Principado no acierto a saber tampoco por dónde se justificaba. Pero en cualquier caso se trataba de un tartar de atún rojo sobre un pan crujiente, ligeramente tosco. Demasiado aliñado para mi gusto.
A continuación, una pareja de espárragos blancos con salsa bearnesa. Un plato que en otras circunstancias no tan grupales tal vez lo presenten más temperado, pero que en nuestro caso adolecía de falta de chispa. La bearnesa no era la de Marcel Proust, desde luego.
En cambio, el último entrante de la comida sí resultó estimulante. Unos finísimos boquerones cocinados como si fueran pescados mayores, a la espalda con ajetes, perfectos de ejecución a pesar del pequeño tamaño. Hubiéramos comido una docena.

Boquerones a la espalda con ajetes.
Luego los arroces. Dos, servidos en el mismo plato –error turístico– y cocinados con el que se autoproclama arroz premium gourmet, el Dinamita de Molino Roca. En realidad, se trata de un arroz de la variedad italiana arpa, el bombita que llaman en Pego, un grano que queda muy suelto pero que no absorbe sabor en el corazón de su germen –se impregna mejor en la superficie como casi todos los transalpinos–, y deja mucho más nítidos los sabores de los acompañamientos. Como si el arroz fuera por un sitio y lo demás por otro.
De ese modo, la primera paella seca que probamos, de lechola y gamba, estaba francamente bien, entre otras razones porque la gamba era muy buena y fresca, y la lechola se cocinó con tiento, sin que se deshiciera. Así que el marisco peladito y el pescado sin espinas estuvieron muy al gusto y, además, maridados por dos buenos vinos valencianos. Andamos por el buen camino.

Paella de lechola y gambas con el mar al fondo.
En cambio, el arroz carnívoro, el típico alicantino de verduras y magro, con algún garbanzo solitario, resultó decididamente anodino, dado que el magro, salvo que sea un ibérico curado, con buen tocinillo, no posee ni la hondura ni la gracia de sabor suficiente para elevar la nota de esta propuesta.
El final, todo lo contrario. El pequeño –se agradece el comedimiento con lo dulce– biscuit glacé reinterpretado, resultó un punto final más que acertado, tanto mejor dada la agradable compañía del fondillón de Brotons. Todo lo demás, hasta hacer de la comida un maravilloso encuentro con la sensualidad del paisaje mediterráneo, lo puso el lugar, indiscutible, así como nuestros recuerdos de los héroes griegos y de Barranquí, y el primor con el que Vicent se ha puesto al frente de sus argonautas y sus utillajes, mesas bien dispuestas con mantelería blanca de tela, silloncitos cómodos, una jardinería cuidada, las sombrillas en su sitio, las plantas, la brisa y un sentido de la amabilidad al servicio de quien les visita. Hay que volver.
GALERIA DETALLADA:
Fotos de Adolfo Plasencia.