L’Olleta, de Altea

Vicent Nava­rro, al fren­te del res­tau­ran­te.

  • Altea

  • Urb. Villa Gadea (Par­ti­da l’Olla)

  • 966 880 544

  • Lunes cerra­do. De mayo a octu­bre, abier­to noches. De octu­bre a mayo, abier­to noches sólo vier­nes y sába­do.

El mirador de Ulises que soñó Barranquí

Juan Lagar­de­ra

No había vuel­to a l’Olleta en la pla­ya de la Olla de Altea, un fabu­lo­so mira­dor al Medi­te­rrá­neo jun­to a Villa Gadea, con la últi­ma pina­da que aso­ma al mar y a la vis­ta de la bahía don­de des­em­bar­có el ejér­ci­to aus­tra­cis­ta que per­de­ría la gue­rra de suce­sión y los fue­ros. Altea, por eso, lle­va en su escu­do un bla­són con la doble águi­la de los Habs­bur­go.

No había vuel­to des­de la noti­cia del falle­ci­mien­to de Pepe Barran­quí, al que le debe­ré siem­pre el haber­me lla­ma­do para escri­bir el pre­gón de las fies­tas del Cas­tell de l’Olla en agos­to de 2008, un fes­ti­val que se inven­tó el pro­pio Barran­quí, una cele­bra­ción mági­ca y barro­ca, como nos gus­ta a los valen­cia­nos, cuan­do sobre el mar a oscu­ras se dis­pa­ra­ban fue­gos de arti­fi­cio mien­tras una ban­da inter­pre­ta­ba la Músi­ca Acuá­ti­ca de Hän­del.

Fue muy esti­mu­lan­te. Como sería ver a Pepe ins­ta­lar­se en este lugar pri­vi­le­gia­do tras años de lucha en un vecino chi­rin­gui­to, El Cranc, y com­pro­bar que al igual que se le ocu­rría una fies­ta cul­ta y colo­ris­ta ani­ma­ba la pedes­tre vida lite­ra­ria de Altea con una edi­to­rial de poe­sía. Barran­quí orga­ni­zó, tam­bién, con­ti­nuas sesio­nes de músi­ca lige­ra, de jazz y blues.

La pla­ya de gui­ja­rros. Al fon­do, Altea.

Le dedi­qué un sen­ti­do escri­to cuan­do un común ami­go, el legen­da­rio sas­tre Anto­nio Pue­bla me comu­ni­có su falle­ci­mien­to. Hoy he vuel­to, con Pue­bla y con otros cole­gas de la sec­ción de arro­ces del club gas­tro­nó­mi­co La Cucha­ra de Pla­ta. Y algu­nas cosas han cam­bia­do.

Estoy segu­ro de que Barran­quí, para empe­zar, esta­ría orgu­llo­so de su hijo Vicent Nava­rro, al fren­te aho­ra del res­tau­ran­te medi­te­rrá­neo por el que se par­tió la cara. Vicent tie­ne bue­na plan­ta y un con­ta­gio­so entu­sias­mo por su nego­cio. Sopor­ta nues­tras manías y exi­gen­cias, lo que deno­ta que es ya un buen empre­sa­rio. Siem­pre ama­ble con el clien­te.

Es ver­dad que toda la ofer­ta secun­da­ria de l’Olleta, el espa­cio musi­cal, las expo­si­cio­nes y demás man­dan­gas con las que Barran­quí pre­ten­día redi­mir el alma lúdi­ca de altea­nos y turis­tas, ya no se pro­gra­man como anta­ño, pero en cam­bio l’Olleta ha dado un paso al fren­te en cuan­to a rigor y pro­fe­sio­na­li­dad.

Hay un nume­ro­so equi­po humano en el ser­vi­cio, uni­for­ma­do con sobrie­dad y ele­gan­cia, una sim­pá­ti­ca recep­cio­nis­ta, un maî­­tre-sumi­­ller pro­fe­sio­nal, y el pro­pio Vicent se des­vi­ve por entre las mesas y la barra para hacer agra­da­ble la visi­ta. En la coci­na, todo es más serio y orga­ni­za­do, al fren­te de cuyo tro­pel se encuen­tra el madri­le­ño César Mar­quie­gui, ex de Nou Mano­lín y Piri­pi, clá­si­co de la arro­ce­ría y el tapeo ali­can­tino.

Para empe­zar, l’Olleta sigue tenien­do una muy bue­na bode­ga. Buen ver­mut y agra­da­ble cer­ve­za de tiro. Como íba­mos a comer arroz, ele­gí dos blan­cos impe­ca­bles que mari­dan con suti­le­za. El Tri­lo­gía de Los Frai­les (Els Alfo­rins), y el Casa Agrí­co­la de la bode­ga que Pepe Men­do­za lide­ra en una loca­li­dad cer­ca­na, Llí­ber. Vinos coupa­ges, afi­na­dos, lige­ros y sabro­sos, de autor. Enca­jan con el difí­cil arroz. A los pos­tres, un fon­di­llón, gran reser­va 1964 de Robert Bro­tons, una de las joyas viní­co­las ali­can­ti­nas.

Pepe Men­don­za y Los Frai­les fue­ron las bode­gas ele­gi­das para mari­dar los arro­ces.

Arran­ca el almuer­zo

La comi­da empie­za con un pan de masa madre riquí­si­mo, equi­li­bra­do de cor­te­za y miga com­pac­ta, per­fec­to para mojar, y así lo hici­mos con un sobre­sa­lien­te alio­li, sabro­sí­si­mo pero sin repe­tir de ajo y bien ama­ri­lli­to, lo que no es nada fácil. Lue­go entra­mos con un peque­ño fes­ti­val de toma­tes raf con sala­zo­nes y una sal­sa que no ter­mi­na­mos de iden­ti­fi­car y que ape­nas apor­ta­ba al pla­to. No soy muy ami­go de la tex­tu­ra grue­sa de los raf, aun­que es ver­dad que sue­len ser más dul­ces, lo que no era el caso. En cuan­to a los sala­zo­nes, pues que sal­vo la bue­na hue­va de atún y algu­na más case­ra de maru­ca, los que se sue­len comer­cia­li­zar en gene­ral no resuel­ven nin­gu­na gran comi­da.

Fes­ti­val de toma­te raf con sala­zo­nes.

Con­ti­nua­mos con una tos­ta titu­la­da “cata­la­na de atún”. Lo del Prin­ci­pa­do no acier­to a saber tam­po­co por dón­de se jus­ti­fi­ca­ba. Pero en cual­quier caso se tra­ta­ba de un tar­tar de atún rojo sobre un pan cru­jien­te, lige­ra­men­te tos­co. Dema­sia­do ali­ña­do para mi gus­to.

A con­ti­nua­ción, una pare­ja de espá­rra­gos blan­cos con sal­sa bear­ne­sa. Un pla­to que en otras cir­cuns­tan­cias no tan gru­pa­les tal vez lo pre­sen­ten más tem­pe­ra­do, pero que en nues­tro caso ado­le­cía de fal­ta de chis­pa. La bear­ne­sa no era la de Mar­cel Proust, des­de lue­go.

En cam­bio, el últi­mo entran­te de la comi­da sí resul­tó esti­mu­lan­te. Unos finí­si­mos boque­ro­nes coci­na­dos como si fue­ran pes­ca­dos mayo­res, a la espal­da con aje­tes, per­fec­tos de eje­cu­ción a pesar del peque­ño tama­ño. Hubié­ra­mos comi­do una doce­na.

Boque­ro­nes a la espal­da con aje­tes.

Lue­go los arro­ces. Dos, ser­vi­dos en el mis­mo pla­to –error turís­ti­co– y coci­na­dos con el que se auto­pro­cla­ma arroz pre­mium gour­met, el Dina­mi­ta de Molino Roca. En reali­dad, se tra­ta de un arroz de la varie­dad ita­lia­na arpa, el bom­bi­ta que lla­man en Pego, un grano que que­da muy suel­to pero que no absor­be sabor en el cora­zón de su ger­men –se impreg­na mejor en la super­fi­cie como casi todos los transal­pi­nos–, y deja mucho más níti­dos los sabo­res de los acom­pa­ña­mien­tos. Como si el arroz fue­ra por un sitio y lo demás por otro.

De ese modo, la pri­me­ra pae­lla seca que pro­ba­mos, de lecho­la y gam­ba, esta­ba fran­ca­men­te bien, entre otras razo­nes por­que la gam­ba era muy bue­na y fres­ca, y la lecho­la se coci­nó con tien­to, sin que se des­hi­cie­ra. Así que el maris­co pela­di­to y el pes­ca­do sin espi­nas estu­vie­ron muy al gus­to y, ade­más, mari­da­dos por dos bue­nos vinos valen­cia­nos. Anda­mos por el buen camino.

Pae­lla de lecho­la y gam­bas con el mar al fon­do.

En cam­bio, el arroz car­ní­vo­ro, el típi­co ali­can­tino de ver­du­ras y magro, con algún gar­ban­zo soli­ta­rio, resul­tó deci­di­da­men­te ano­dino, dado que el magro, sal­vo que sea un ibé­ri­co cura­do, con buen toci­ni­llo, no posee ni la hon­du­ra ni la gra­cia de sabor sufi­cien­te para ele­var la nota de esta pro­pues­ta.

El final, todo lo con­tra­rio. El peque­ño –se agra­de­ce el come­di­mien­to con lo dul­ce– bis­cuit gla­cé rein­ter­pre­ta­do, resul­tó un pun­to final más que acer­ta­do, tan­to mejor dada la agra­da­ble com­pa­ñía del fon­di­llón de Bro­tons. Todo lo demás, has­ta hacer de la comi­da un mara­vi­llo­so encuen­tro con la sen­sua­li­dad del pai­sa­je medi­te­rrá­neo, lo puso el lugar, indis­cu­ti­ble, así como nues­tros recuer­dos de los héroes grie­gos y de Barran­quí, y el pri­mor con el que Vicent se ha pues­to al fren­te de sus argo­nau­tas y sus uti­lla­jes, mesas bien dis­pues­tas con man­te­le­ría blan­ca de tela, sillon­ci­tos cómo­dos, una jar­di­ne­ría cui­da­da, las som­bri­llas en su sitio, las plan­tas, la bri­sa y un sen­ti­do de la ama­bi­li­dad al ser­vi­cio de quien les visi­ta. Hay que vol­ver.


GALERIA DETALLADA:

Fotos de Adol­fo Pla­sen­cia.

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