Huevos. Una salsa inmejorable

Alfre­do Argi­lés

Las galli­nas ponen hue­vos para repro­du­cir­se. Al igual que hacen los patos, los aves­tru­ces, los sal­mo­nes y las sar­di­nas. Y no lo hacen las per­so­nas, ni las balle­nas, ni otros muchos mamí­fe­ros. La cien­cia ase­gu­ra que los hue­vos exis­ten por­que era nece­sa­rio pre­ser­var el medio líqui­do para que el embrión se desa­rro­lla­se con segu­ri­dad, a cubier­to de las incle­men­cias del tiem­po y otros agen­tes exter­nos que lo malo­gra­sen. Segu­ri­dad que se acre­cien­ta cuan­do la cás­ca­ra que lo con­for­ma es de sóli­da con­sis­ten­cia y en su inte­rior la madre ha ins­ta­la­do toda una des­pen­sa a dis­po­si­ción del nas­ci­tu­rus.

Pare­ce razo­na­ble pen­sar que la apro­pia­ción de los nutrien­tes que con­tie­nen los hue­vos es tan anti­gua como los hue­vos mis­mos, y fue­se el astu­to ladrón cual­quier bicho que se movie­se. Y entre los bichos más peli­gro­sos sobre­sa­lía el humano, que los con­tem­pló como fuen­te de vida des­de la más leja­na pre­his­to­ria. Allí don­de había un hue­vo, exis­tía un pre­da­dor que lo desea­ba.

Pero una cosa es robar los hue­vos en el nido ajeno y la otra hacer de ellos una fuen­te orga­ni­za­da de rique­za, y aun más, base de una culi­na­ria que pue­de ser sen­ci­lla, casi pri­mi­ti­va, o ele­var­se a las altu­ras de las gran­des crea­cio­nes gas­tro­nó­mi­cas.

Yema de hue­vo.

Los coci­ne­ros seña­lan que no hay sal­sa mejor que el hue­vo cru­do, que posee lige­re­za a la vez que ali­men­to, y que unta, pro­te­ge, sua­vi­za, e incor­po­ra su sabor sin ocul­tar el que cubre. Admí­ren­se los hue­vos pasa­dos por agua –solo pasa­­dos- cuan­do son moja­dos con una brio­che, el rebo­zo de un pes­ca­do, o esa impen­sa­ble suti­le­za que es la sal­sa maho­ne­sa y sus deri­va­das, la holan­de­sa, la bear­ne­sa …

Si los freí­mos bati­dos obte­ne­mos la tor­ti­lla, huér­fa­na de acom­pa­ñan­tes o com­ple­ta­da con pata­tas, o pimien­tos, beren­je­nas, gam­bas, cama­ro­nes, ajos o cebo­llas, y cual­quier pro­duc­to que el inte­lec­to pue­da dedu­cir. Y si ente­ros, los incon­men­su­ra­bles hue­vos fri­tos, que has­ta Veláz­quez admi­ró, ora con jamón, ora con cho­ri­zo o con un cor­te de tocino en nues­tra clá­si­ca culi­na­ria. Miles de hue­vos, coci­dos, poché, recu­bier­tos por cien sal­sas o cubrien­do mil ver­du­ras. Relle­nos o rebo­za­dos. Revuel­tos. A la plan­cha. A baja tem­pe­ra­tu­ra. Al horno. Y al micro­on­das.

Mues­tra de hue­vos.

En todos los paí­ses y en todas las épo­cas. No cono­ce­mos res­tric­cio­nes reli­gio­sas para su con­su­mo, excep­to las que sur­gen por ayu­nos o abs­ti­nen­cias y por unas y otras cosas su con­su­mo es alu­ci­nan­te. Se pro­du­cen en el mun­do más de sesen­ta millo­nes de tone­la­das cada año, que a ojo de buen cube­ro deben sig­ni­fi­car unos cien mil millo­nes de doce­nas, si todos fue­sen de galli­na, que no lo son.

Gran­des de aves­truz, peque­ños de codor­niz, media­nos de pavo, más peque­ños de pato, de tor­tu­ga y leo que en Méxi­co has­ta de mos­qui­to, por no hablar de aque­llos que coge­mos de los cara­co­les o los infi­ni­tos de pes­ca­dos, que se lle­van la pal­ma de finu­ra y sabor. Al res­pec­to, y como ejem­plo a seguir, obsér­ven­se las hue­vas apri­sio­na­das que gene­ra­mos con el esfuer­zo del hom­bre y el sacri­fi­cio del atún.

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