Sala junto a la barra del Gordo de Cortes.
La forja del destino de dos jóvenes empresarios
Juan Lagardera
La historia entre fogones de Salva y Pablo Martínez, hermanos bien avenidos y autorebautizados como el Gordo y el Flaco, sin complejos, comenzó desde muy pequeños en el restaurante de sus padres en Bétera. Aquel sencillo local, conocido como La Bona Cuina, dignificó la cocina popular y autóctona valenciana, desde los consabidos arroces a la ancestral titaina o los embutidos y hortalizas de los cercanos corrales y pequeñas huertas bañadas por el Turia y el Carraixet, camino de las estribaciones de la sierra Calderona. Bien pronto, los hermanos sumaron a sus estudios el trabajo ayudando en el restaurante, hasta que pudieron tomar decisiones. Lo modernizaron, incluso por un tiempo parecía un pub psicodélico. Más tarde, a partir de 2009, sus padres se jubilaron y ellos se pusieron al mando. Entonces vino una reforma del local y el cambio de nombre, con timidez al principio, con todas las de la ley finalmente: La Bona Cuina se transformó en El Gordo y el Flaco, un espacio moderno, más minimalista, con una apuesta decidida por el producto. Además de paellas y arroces al horno, Salva y Pablo empezaron a comprar con tino en la pescadería y obtuvieron un suministro de las mejores carnes de vacuno del país.
No se quedaron ahí. Tras la reconquista de Bétera, donde se convirtieron en referencia absoluta junto a la Masía Romaní, emprendieron la toma de Valencia. Convertidos en empresarios inquietos, jóvenes emprendedores como se les conoce ahora, crearon un concepto moderno y ágil de hamburguesería. Sumaron a la moda juvenil su experiencia como buenos gourmets y profesionales con toda la larga trayectoria familiar. El resultado fue Lamburguesa, una enseña propia que compitió y compite con las grandes cadenas y franquicias alimentadas por multinacionales y fondos inversores. Tras las burgers, le tocó el turno a su personal concepto de restauración italiana, Paffuto, que se extiende por el área metropolitana, así como un gastrobar, una taberna y hasta un salón de eventos en la propia Bétera. Entre 24 y 25 locales conforman a fecha de hoy el Grupo el Gordo y el Flaco, aunque puede que cuando el lector se encomiende a este texto, hayan abierto alguno más. Porque planes tienen.
Pero tal vez, el restaurante insignia del grupo sea el nuevo, novísimo El Gordo de Cortes que ocupa los bajos de la Torre Ikon, el último rascacielos contemporáneo de Valencia, frente al Palacio de Congresos, el diseño final del estudio del arquitecto Ricardo Bofill, un hermoso edificio blanco que sobresale sobre el conjunto de la avenida, la antigua Pista de Ademuz hoy bautizada como avenida de Les Corts Valencianes. Para empezar, el interiorismo del restaurante es armonioso y funcional, con mucha madera y cristal, perfectamente adaptado a la potente arquitectura que le cobija. Limpio, luminoso, con un servicio atento y profesional, compenetrado con la clientela de su nuevo barrio, donde abundan las oficinas y nuevos residentes jóvenes. Su estilo y la oferta culinaria no puede ser más acertada para el público que atrae. Suena en el ambiente una música de jazz ligero y envolvente. Como si estuviéramos en una cafetería de moda al mediodía, en el Midtown de Manhattan.
Una carta amplia, extensa, con platos distinguibles, basada en el recetario tradicional pero al gusto actual. Fácil, sencillo y sabroso. No hay arabescos ni conjeturas. Todo está clarísimo. No es la cocina doméstica pero sí la de un restaurante puesto al día sin trampa ni cartón, con el producto más honesto y ajustado de precio. Y con una carta amplísima, de tal suerte que los ejecutivos, oficinistas y congresistas pueden ser habituales de la casa sin aburrirse. Siempre queda, en cualquier caso, puntualizar la oferta en función de algunos productos de temporada.
Para empezar, el sumiller se las compone perfectamente para elaborar un gustoso negroni con campari, ginebra, vermut rojo y champagne. A partir de ahí pedimos una serie de entrantes. Pequeños bocados como una clásica escalivada, un erizo con quisquillas que siempre sabe a poco y una pequeña barca de focaccia con una anchoa y un boquerón, matrimonio divertido junto a encurtidos, brotes y tapenade, una anchoa tan aligerada de sal que perdía la batalla frente al boquerón. En realidad, son el mismo pescado curado de dos formas diferentes.
Sorprendente el buñuelo de bacalao, sin patata, con un leve toque de mayonesa de membrillo y acompañado de una gustosa titaina. Para comerse un par como poco. Sube la temperatura y seguimos con otra anchoa, sobre brioche tostado y un toque de mantequilla de eneldo. Esta vez la anchoa era poderosa, y la combinación acertada, aunque la mantequilla habría que servirla más atemperada. Excelente preámbulo para el primer plato serio de la comida, un guiso suave de almejas con espárragos de Tudela a la brasa y salsa verde (en realidad de tonos pardos). Bien ligado con una salsa sabrosísima; no paramos de mojar pan, de unas hogazas sobresalientes. Una panificadora reconocida les suministra pan blanco, de centeno y de nueces. Muy buenos.
Seguimos con una tortilla (o medio tortilla, o semirevuelto, no sabría definirlo muy bien), con rebozuelos y trufa negra. Sobrepotente de sabor, pero de presentación irregular. Un plato a reformular para que llegue a mesa con más prestancia y estética, sin que apenas toque el fuego la melanosporum. Con el paladar en auge llega un pescado braseado, una xerna (mero de profundidad), una especie no muy frecuente en las pescaderías (les suele servir Japofish, uno de los grandes mayoristas del sector, o directamente Santiago Monegro desde la opípara lonja de Vigo), pero que da mucho juego por su suavidad en el paladar y textura firme. La xerna se presentaba a la manera de mi abuela, al horno y sobre una capa de patatas, cebolleta, tomates cherry y una deliciosas alcachofas confitadas. Este plato sí que nos retrotrajo al pasado más ancestral.
El final lo puso la carne. Mientras en la mesa de al lado un grupo de jóvenes directivos se empleaban a fondo con una paella valenciana, de la que no dejaron un grano, nosotros degustamos una buena chuleta de vaca vieja, muy intensa de sabor, cocinada a las brasas, algo churruscada por fuera pero perfectamente rosada en el interior. Fue un final rotundo, acorde con la tradición de los hermanos Salva y Pablo que siempre han tenido un gran género vacuno (ahora les sirve los Norteños).
No nos dio tiempo para más. Suele ocurrir en estos tiempos de trabajo productivo y jornadas intensas. La pena es no hacerlo en las cercanías, para degustar platos tan sugerentes en carta como el queso curado de oveja, la rusa o su versión de los mejillones en escabeche, el steak tartar, el roast beef con bearnesa (nos vuelve locos la bearnesa desde que leímos a Marcel Proust), la titaina con un huevo roto, rotísimo, el txangurro, las mollejas o el cap i pota, esa joya de los guisos mediterráneos que tanto echamos en falta, estofado cumbre de la casquería a base de callos, morro y pata… Será la próxima. Porque volveremos.
Crónica de la visita realizada el 23 de abril de 2024.
GALERÍA detallada:
Fotos: Adolfo Plasencia