Jose Serrano junto a sus hijas Ana y Carla, y su hermana Amparo.
Como en casa en el Ensanche
La familia Serrano da de comer mejor que nadie en la esquina de Conde Altea con Maestro Gozalbo. Su restaurante Labarra es una sabia combinación de comida casera que se renueva a diario y productos frescos del mar y excelentes carnes, con unos espacios interiores amables y una terraza concurrida en el exterior.
Juan Lagardera
Hace dos décadas pocos conocían la existencia de Lehman Brothers. A partir de 2007 se empezó a oír, pero la banca de Estados Unidos quedaba muy lejos. Jose Serrano detectó desde su inmobiliaria de la Gran Vía de Valencia que ese negocio empezaba a resentirse. Uno de los bajos que comercializaba no había manera de colocarlo en el mercado a pesar de ser perfecto para un negocio de hostelería. El ladrillo se hundía, Serrano reunió a la familia y tomaron la decisión. Siempre le había gustado comer, y comer bien. Se quedó el bajo, nacía así Labarra.
El concepto estaba claro. Una casa de comidas, con una cocina sencilla y distinguible, de buen producto y sin artificios. Todo el mundo sentado, porque en Valencia las barras no funcionan, no lo han hecho nunca. Así que Labarra cuenta en efecto con una barra central, bonita, de mármol, pero solo se utiliza para mostrar género y como eje de apoyo para el servicio de sala. A su alrededor, las mesas, como si fuera un casino valenciano de toda la vida, con mantelería de tela, pizarras a la francesa anunciando las especialidades y las paredes con buen vino y docenas de fotografías y objetos que componen un collage de amistades y personas que acuden al local. Y sobre todo, las mesas del exterior, en la esquina de Conde Altea con Maestro Gozalbo, una de las más apacibles y cercanas del Ensanche al sur de la Gran Vía.
Serrano desplegó sus dotes de buen comercial y agradecido gourmet. Compra buen género y deja en la cocina a Raúl Zaragoza, un guisandero solvente que, además, domina la fritura y la plancha. En la barra organiza Ana Serrano, quien se dejó la Arquitectura para acompañar a su padre en el proyecto de restauración. Había que esforzarse y levantar un negocio. Labarra abre de buena mañana a la noche. Solo cierra los lunes y el recogido domingo cuando cae el mediodía.
Ana levanta las persianas en la mañana: cafés con leche, almuerzos, tortillas… Jose busca buenos proveedores: tiene fresco todos los días algo de marisco y pescado, desde ostras a gamba rayada o zamburiñas y sepionets que salen perfectos de la plancha. Hay fritura de pescaditos, clóchinas en temporada y muy buen bacalao que se prepara con un delicioso pisto, y lenguados o atún. Las alcachofas rebozadas se sirven en grandes cuencos al mediodía, al igual que las sabrosas bravas o la berenjena a la cordobesa, con el toque de miel. Las carnes de vacuno son leonesas y gallegas, excelentes, al igual que el cordero.
El éxito de Labarra no ha consistido, que también, en dar servicio casi todo el día, desde el café despertador a las copas de la tarde en su córner bullicioso. La clave han sido sus platos de cuchara: las lentejas con jamón y chorizo, el gazpacho manchego de conejo con aromas de montaña, el arroz al horno, la paella dominical y, sobre todo, el cocido madrileño de los viernes por el que los asiduos del barrio son capaces de reservar con varios días de antelación, un cocido de fideos, eso sí, pero muy untuoso, con los garbanzos muy bien cocidos al igual que la gallina y la garreta de ternera. Como en un bistró francés, todos los días se renueva la oferta básica del mediodía, siempre tratando de recuperar para la clientela los sabores de la memoria doméstica que en casa ya no se cocinan.
Fotos: Adolfo Plasencia
GALERÍA detallada: