Sala interior.
Comer como en casa, vaya lujo
Juan Lagardera
La saga familiar procedía de Viver y de la vecina Teresa de Viver. Se construyó en torno a un horno y al negocio de las harinas. El abuelo se cansó de esa vida y empezó a dedicarse a los derribos. Le fue bien, le imprimió tanto carácter que le apodaron “Calderas” e invirtió en pequeños hostales mientras sus hijos prefirieron jugar al fútbol profesional en los años 60; uno de ellos lo hizo con el Sabadell arlequinado, en primera división incluso.
Hacia 1965 crea El Ventorro junto a la calle de la Paz en Valencia, y dos años después empieza también a dar comidas. El abuelo Romero instala en su Ventorro las joyas de la corona de sus derribos: cerámica histórica como de museo, grandes vigas de madera vieja, una escalera barroca también de madera pulida, puertas labradas, suelos de barro artesanal, cachivaches de hierro… El barrio era, por entonces, el centro del ocio de la juventud valenciana, paseantes por la Paz y el Parterre, preludio de las tascas donde los universitarios ligaban tomando cañas y patatas bravas mientras acuciaban las reuniones políticas. El Ventorro era, de largo, el local con más carácter, tanto que Orson Welles podría haber rodado allí su versión querida del Quijote.
El barrio se transformó con la modernidad y entró en una cierta decadencia. Los veinteañeros se iban de ruta por el bakalao. Toda la familia tuvo que arrimar el hombro. El joven Alfredo Romero empezó a colaborar hacia 1990. Cinco años después creyó que ya era demasiado mayor para seguir estudiando y decidió quedarse en el restaurante. Poco a poco, hasta hacerse cargo en solitario de toda la orquesta. Alfredo entendió de inmediato los claroscuros de su empresa de hostelería: una casa de comidas que debía conservar y rehabilitar los espacios, modernizándolos y haciéndolos más confortables. Alfredo controló las compras y redujo las pérdidas de alimentos. Sin apenas sobrantes era posible desarrollar una cocina sencilla, pero con productos de calidad, basada en los guisos de cuchara, la plancha y algunos fritos sencillos. Además, se hizo distribuidor de vinos.
En poco tiempo El Ventorro se convirtió en la casa de comidas casera de referencia para el distrito financiero de la ciudad. Pero no hay menú ni se come por un módico precio. Se paga lo justo, pero se paga una materia prima muy superior a un mesón tradicional: los solomillos, las chuletitas lechales, los sepionets o las ventrescas de atún son de primera.
El público es refinado y burgués, y acude aquí como lo hacen los parisinos a una buena brasserie en Saint Germain o los brokers londinenses van a Rules en busca de un buen pastel de riñones. Comer como en casa de la abuela se ha convertido en un lujo que Alfredo Romero hace posible en una Valencia donde no abundan esos restaurantes como si encontramos en Madrid, Barcelona, Asturias o el País Vasco.
Así que El Ventorro se ha transformado en una especie de santuario. El de la cuchara del mediodía laborable, donde prácticamente a diario se pueden degustar sencillas y sabrosas lentejas con su caldito trabado, o alubias verdinas con perdiz, judías pintas, rabo de toro a la cordobesa o un potaje de garbanzos con espinacas, acelgas y un puntito de hierbabuena y huevo duro que difícilmente se puede probar así de bueno y aromático en otro lugar.
Además de los guisos y de las carnes y pescados a la plancha, uno siente predilección por sus croquetas de pollo, de aspecto poco estético, pero con una insuperable bechamel que lleva buena cosa de tropezones de ave, y no como las croquetas a la francesa donde todo es crema. Lo mismo ocurre con las albóndigas (mandonguilles) de bacalao, extraordinarias, que ahora ya no hace salvo que se las pidan por encargo. Cosa más que aconsejable, sobre todo con el puntito sublime que les da un fino alioli. O las berenjenas rebozadas, que culminan las frituras de la casa.
A los postres les recomiendo la tarta de manzana, mitad bizcocho mitad suflé. Y para armonizar el conjunto, déjense llevar por los vinos que les recomiende Alfredo. Ha llenado la parte baja de cajas y botellas, además de otras zonas de bodega que se desparraman por el laberinto que ha creado añadiendo estancias más modernas (con comedores privados y decoración de muy buen nivel artístico).
Este es un mesón donde se puede beber Pingus o Vega Sicilia de la mejor añada si uno lo desea y está dispuesto a pagarlo. Alfredo no lleva chaqueta ni pajarita, pero es posiblemente el más amable y más entendido maître de la ciudad. E ingenioso. Durante la pandemia ideó un nuevo negocio de conservas y envasados al vacío con la mismísima marca El Ventorro, y del que pronto tendrán noticias públicas. Al tiempo.
Última visita, 14 de junio de 2023
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