Jordi Gil, junto a la barra de Alenar.
Juro por esta tierra
Juan Lagardera
Jordi Gil es un joven de Pedreguer, el pueblo del capitán Gayà y de Lluís el Sifoner (cantautor y filólogo occitanista), desde donde se divisa el telúrico perfil hacia el interior del Montgó, como si fueran las Rocosas. Jordi es ingeniero por la Politécnica con un máster en Edem. Decidió ser empresario y empezó con una franquicia de comida hawaiana en el centro de Valencia. Le sobraba local y decidió traerse parte de la cultura culinaria de la Marina, la comarca más variada y auténtica de nuestra tierra.
Así nació hace 5 años Alenar, un bar de tapas valencianas (mediterráneas dice en su marketing), sin fuegos y sin que Jordi sepa cocinarlas. Alenar es una palabra de origen occitano que significa respirar profundamente. Jordi echó mano de una consultora gastronómica, Two Many Chefs, de Carlos Medina (ex Ca Sento y La Sucursal entre otros) y Tomy Soriano (ex Copenhaguen), y es tan sincero y auténtico que los cita en la propia pizarra a lo bistró con la oferta culinaria que preside este nuevo concepto de taberna.
Alenar está en pleno downtown de la capital, en la que antaño fue la zona de los cines, hoy, un negocio en decadencia. Pero Alenar resiste gracias a un horario continuo de la mañana a la noche a través del cual reperfila su oferta siempre a precios muy competitivos pero con productos de calidad. Por la mañana triunfa la renacida y socorrida moda del almuerzo, a mediodía resuelven con un menú económico que incorpora plato del día (coques, arroces, canelones…) y por la noche su bodega y sus tapas dominan la oferta.
Ha conseguido un solete Repsol y una clientela fiel que acude a la llamada de ese banco de caballas que decora su alargada sala, una fila de mesas de mármol y una gran barra que solo utilizan los camareros pero que antecede a un buen expositor de buenas bebidas. Ciento y pico referencias, casi todas valencianas, empezando por una de las mejores ofertas de vermuts de la ciudad (de Xaló, de Teulada, de Valsangiacomo…) y siguiendo por los mejores blancos, rosados y tintos de Gandía, los Velázquez, los Mendoza, Calatayud, Valiente, Ossorio, Revert, de la Vega, Belda, Cambra, Sarrión, Mara Bañó… Están todos los que son haciendo vino en la Comunidad, prácticamente.
Porque Jordi Gil es como un personaje de Lo que el viento se llevó en clave valenciana. Esa fastuosa escena en la que Escarlata O’Hara (Vivien Leigh), jura con un puñado de tierra que su familia nunca más volverá a pasar hambre. Así que Jordi decidió ganar dinero con los pokés y disfrutar dando rienda suelta a su amor por los productos autóctonos. Y cuando no lo son, porque hay anchoas cantábricas, por ejemplo, o tomates de Almería dado que en invierno los de aquí no van, se aderezan a la maniera de nuestra tierra.
Y no era fácil, porque se trata de un bar que sirve casi todo en frío, con un horno para hacer las cocas y otro para calentar cositas. Pero la fe de Jordi y la imaginación de los many chefs ha obrado maravillas. De tal suerte que, en efecto, a lo que asistimos en Alenar es a la reinvención de la tapa española en clave valenciana, en clave, fundamentalmente, de esa maravillosa despensa culinaria propia, mediterránea sin duda, que es la Marina, Diania como la bautizó el gran etnobotánico Joan Pellicer.
Fuimos a comer, para no tropezarnos con los farteros del bocadillo mañanero (aunque me entraron ganas de pedir ¡el Paquito de cordero desmigado con boniato a lo Robuchon!). Tomamos para empezar dos estupendos vermuts; el Xaloneret, muy aromático, una verdadera colección de hierbas, y el Ostras Pedrín de Vicente Gandía, más rotundo, capaz de acompañarnos más allá de los aperitivos. Cuando lo apuramos, volvimos a un excelente Pepe Mendoza de sus viñedos de Llíber, un Casa Agrícola con 92 puntos Parker.
La comida empezó con una ensalada de la casa, a base de tomate, pimientos rojos asados, atún ahumado, daditos de queso de Catí (castellonense) y capellanets braseados. Un clásico revisitado y perfecto de equilibrio que, en verano, con los excelentes tomates autóctonos (el rosa de Altea, los de Muchamiel, el Perelló o Jesús Pobre) será perfecto.
Toda una sorpresa llega con las anchoas, de buen calibre (00), pero aliñadas con aceite de trufa (¿el de Nazario Cano?), miel y albahaca. Magistrales. No aptas para ortodoxos. Pero realmente sabrosas, perfectamente armónicas al contener su salazón con la dulzura y los aromas que le añaden. Una pequeña obra maestra de los many chefs. En cambio, no están tan conseguidas las navajas gallegas (de la excelente firma Espinaler, de Vilasar de Mar), a las que añaden una vinagreta de boletus y piñones tostados además de unas esferas de aceite de oliva.
Llegan las papas, las finas, las Lolita de toda la vida (junto con las Aitana y las J. García, nuestras favoritas). Y justo tras ellas viene a la mesa un steak tartare con pan tostado y una fina lámina de mantequilla de trufa. Jordi no alardea del steak, pero está muy bueno, sabe a carne de ternera (cortada a cuchillo), como la comen los florentinos, y lleva el aderezo justo, incluida una anchoa.
La comida va in crescendo. ¿Después de la carne? Fusión. Un excelente foie con mistela (de Turís) y anguila ahumada. Muy, muy fino a pesar de la evidencia de los tres poderosos elementos que componen esta tapa de campeonato. Hay que tomarla atemperada, al natural, ni fría ni caliente.
El remate son dos cocas, apaisadas. Una de pimientos rojos, sardina, mojama, cebolla dulce y pericana (de Bocairent), sabrosa. Y otra con berenjena asada, pulpo seco, cebolla yondu y yema a baja temperatura con kimchi. Sorprendente, un ejercicio de puesta al día de tradiciones con elementos foráneos y cocinados contemporáneos, y dado que nos gusta mucho el buen pulpo seco, bien finito y con esa mezcla de aceite y carbonilla que da su braseado, nos pareció un logro.
No somos de postre, pero nos alcanza para una buena mistela de moscatel on the rocks (otra vez xalonera) para acompañar una fabulosa tarta de queso de Catí, un queso de cabra muy sabroso pero de intensidad sutil. Deliciosa, más cercana a la textura del requesón que fundente. Luego viene la estrella de la carta, lo que llaman un borracho de cremaet, más bien una fusión de tiramisú italiano con queimada de la huerta. Original, a base de crema de café, helado de turrón de Jijona, galleta de jengibre, ron, bayleys y gelatina. No empalaga contra lo que pudiera parecer, pero gana en feminidad y pierde el rock and roll que tanto gusta a los valencianos de carajillo antes de volver a la fábrica o al camión.
Nos reiteramos. Alenar, amor a la tierra, una nueva vía para transformar un bar o taberna clásica en una moderna alternativa y creativa de tapeo autóctono, sin plancha ni cocina. Así es el espíritu de este nuevo Ulises de la coquinaria patria, Jordi Gil, forjado en la factoría empresarial de Edem.
Crónica de la visita realizada el 15 de enero de 2024.
Fotos, Adolfo Plasencia