Cordero. En un auténtico oasis de paz

Alfre­do Argi­lés

El arqueó­lo­go Vere Gor­don Chil­de, que escri­bió entre otras obras El ori­gen de la civi­li­za­ción, man­tie­ne la suge­ren­te teo­ría de que las gla­cia­cio­nes y las sub­si­guien­tes sequías pro­pi­cia­ron los desier­tos, y en estos los oasis, que fue­ron lugar de encuen­tro de per­so­nas, ani­ma­les y fru­tos, y de este cono­ci­mien­to nació la agri­cul­tu­ra y la gana­de­ría, y aun muchas cosas más que por aho­ra evi­ta­re­mos seña­lar.

Al nor­te del Sinaí, en los mon­tes de Negev, se había desa­rro­lla­do tem­prano la pasión por la esta­bu­la­ción, ya que se han encon­tra­do cer­ca­dos de 20.000 años de anti­güe­dad, don­de guar­dar gace­las y gamos, ani­ma­les que hoy nos pare­cen a des­pro­pó­si­to para la acti­vi­dad del pas­to­reo y de la gran­ja pero que, en aque­llos momen­tos creían de lo más ade­cua­do. No olvi­de­mos que los egip­cios tenían a estos ani­ma­les como domés­ti­cos y de corral –antes habían inten­ta­do lo pro­pio con las hie­nas con esca­sa ven­tu­ra– y que los tro­glo­di­tas del nor­te de Áfri­ca, en aque­llos tem­pra­nos años de nues­tra con­vi­ven­cia, poseían reba­ños de mus­mo­nes –bichos entre car­ne­ro y cabra– que los pro­veían de leche y car­ne, y que era habi­tual en aque­llas geo­gra­fías con­si­de­rar ani­mal domés­ti­co al antí­lo­pe y al came­llo, como era en las tie­rras más cer­ca­nas a noso­tros asu­mir a los bóvi­dos y los sui­dos –los cor­de­ros y fami­lia, y los jaba­líes, los cer­dos y demás paren­te­la– como pro­pios, como hacían las hor­das que venían del Orien­te con los caba­llos o los incas con las lla­mas.

Obser­va­do el asun­to con la pers­pec­ti­va que dan los años, pare­ce que la acti­vi­dad eco­nó­mi­ca gene­ra­da por el flu­jo de la deser­ti­za­ción y la gla­cia­ción no es des­pre­cia­ble hoy, ni siquie­ra a los ojos de los mer­ca­dos de futu­ros. Mas debe­mos ocu­par­nos en seña­lar que no solo de coti­za­cio­nes vive el hom­bre, sino que ade­más debe comer y ali­men­tar­se, a ser posi­ble con la mayor ele­gan­cia y hones­ti­dad, con temor y res­pe­to a los dio­ses, y sobre todo, con altas dosis de culi­na­ria.

La versatilidad del cordero

Eli­ja­mos al cor­de­ro como insig­ne repre­sen­tan­te de los esta­bu­la­dos, por dar­se cita en él las pre­ci­sio­nes seña­la­das –ali­men­ta­ción, hones­ti­dad, reli­gión– con su mayor nota, y en cuan­to a la fun­da­men­tal cues­tión gas­tro­nó­mi­ca pode­mos inun­dar a ejem­plos posi­ti­vos y con­tun­den­tes a cual­quier per­so­na dubi­ta­ti­va que nos asal­te con sus dudas al res­pec­to.

Le res­pon­de­re­mos: ¿Recuer­da usted el cor­de­ro asa­do con sus pro­pios jugos en cual­quie­ra de los asa­do­res de las tie­rras de Cas­ti­lla? ¿Recuer­da usted el cor­de­ro al esti­lo de un nava­rín, pri­ma­ve­ral y rodea­do de sua­ves y jugo­sas ver­du­ras? ¿Recuer­da las her­mo­sas y car­no­sas cos­ti­llas del lla­ma­do pré-salé por las hier­bas de los pra­dos sala­dos de Nor­man­día de los que se ali­men­ta? ¿Y el irish stew, cria­do en los mis­mí­si­mos pra­dos irlan­de­ses y hecho con pata­tas? ¿Y el cor­de­ro a la men­ta de la, en oca­sio­nes, injus­ta­men­te denos­ta­da coci­na ingle­sa?

Por no hablar de los riño­nes, los sesos, las len­guas, los cue­llos y demás admi­nícu­los que se des­pren­den del cuer­po del cor­de­ro para satis­fac­ción de sus miles de glo­to­nes, admi­ra­do­res de tales asa­du­ras.

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