Arroz. Tradición en Oriente y Occidente

Alfre­do Argi­lés

La can­ti­dad la ponen los chi­nos pero la cali­dad se que­da en Occi­den­te, don­de comer arroz sig­ni­fi­ca no solo ali­men­tar­se con las pro­teí­nas y los hidra­tos de car­bono que lo com­po­nen, sino afi­nar el pala­dar para que los múl­ti­ples ingre­dien­tes con los que coció se fijen en nues­tras papi­las y a par­tir de ese pun­to empe­ce­mos a reco­no­cer las car­nes y los pes­ca­dos, las ver­du­ras, los que­sos, las man­te­cas y las espe­cias con que se ador­na la gra­mí­nea en la gas­tro­no­mía euro­pea.

Por­que en el Vie­jo Con­ti­nen­te se con­ci­ben her­mo­sos risot­tos pia­mon­te­ses, incon­men­su­ra­bles pae­llas valen­cia­nas, nutri­ti­vos cal­de­ros mur­cia­nos o arro­ces rojos de la Camar­gue en los que untar abun­dan­te all i oli, como pare­ce pro­ce­den­te en la Pro­ven­za. Y así, pese a la difi­cul­tad que repre­sen­ta encon­trar la man­te­qui­lla logi­dia­na que exi­gía el escri­tor Car­lo Emi­lio Gad­da, los gra­nos de Mus­cat que recla­ma­ba –bien des­pe­pi­ta­dos– el gas­tró­no­mo Dumas, o los patos de la Albu­fe­ra que desea­ría cual­quier comen­sal valen­ciano, todos los días se coci­nan y con­su­men los ante­di­chos pri­vi­le­gios y otros muchos más a los que nun­ca lle­ga­re­mos a acos­tum­brar­nos sin aso­m­­bro-

¿Qué pen­sar de la inge­nio­sa men­te que reco­mien­da mez­clar a la man­te­qui­lla que cue­ce el arroz unos tier­nos tué­ta­nos, que le pro­por­cio­nan –no habla­mos de calo­rías– inigua­la­ble y sua­ve sabor?
¿Y de aque­lla que insis­te en pene­trar los gra­nos con un inde­ci­ble fumet de gale­ras y can­gre­jos, o del cal­do de coc­ción de aque­llo que el mer­ca­do cali­fi­ca como morra­lla y que sue­le encon­trar entre sus habi­tan­tes los más sabro­sos ejem­pla­res?

Nada sig­ni­fi­can para la mayo­ría de la pobla­ción mun­dial, cuyo noven­ta por cien con­su­me el arroz her­vi­do y sin más orna­to que el agua. A los dos mil millo­nes de tone­la­das que se cose­chan de esta gra­mí­nea se adi­cio­nan, en las coci­nas de las leja­nas tie­rras del Orien­te, según gus­tos y posi­bi­li­da­des, los más diver­sos mate­ria­les, con la pecu­lia­ri­dad de que la con­di­men­ta­ción de los mis­mos es por com­ple­to aje­na e inde­pen­dien­te del pro­duc­to prin­ci­pal. Por eso los lan­gos­ti­nos tai­lan­de­ses, las coles chi­nas o el cer­do viet­na­mi­ta –excep­tua­do sea el famo­so pas­tel Bahn Chung– se comen al lado del arroz sin que su sabor inter­fie­ra en el más bien ano­dino que pre­si­de cada boca­do en su natu­ra­li­dad.

Sin embar­go, para noso­tros lo con­tra­rio nos pare­ce incues­tio­na­ble, todo se hier­ve al com­pás y con gran­dí­si­ma unión, y por eso uti­li­za­mos las varie­da­des del tipo japó­ni­ca, de grano más cor­to que las índi­cas pero con una mayor capa­ci­dad de absor­ción de los sabo­res que lo acom­pa­ñan.

El bom­ba, el bahía, el senia en nues­tros cam­pos; y el car­na­ro­li, el arbo­rio, el via­lo­ne, en los ita­lia­nos, están redu­cien­do su pro­duc­ción por aque­llo de las modas del sushi que vie­nen del Este, pero su poder es incues­tio­na­ble en lo culi­na­rio y nadie olvi­da una pae­lla con el pun­to jus­to de fue­go aglu­ti­na­dor en nues­tros cam­pos, ni un risot­to rega­do en el últi­mo ins­tan­te con un poten­te Baro­lo y ador­na­do, ahí es nada, con unas lámi­nas de tru­fas blan­cas de Alba.

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